Una tarde gris en la alameda. Dicen que ahora
la han limpiado. Dijeron que habían echado a los vendedores
ambulantes. Eso es gracioso. ¿Cuánto tiempo puede durarles el
placer de la vigilancia y el castigo? De cualquier forma antes era
distinto, aquella tarde, quizá era un domingo, no tiene mucha
importancia... La tarde es gris y la alameda se extiende cerca del
zócalo capitalino, sobre las tumbas de los muertos,
radiografías de las raíces de los árboles enroscándose entre
máscaras de jaguar y bayonetas. ¿A dónde habrá ido a parar toda
esa gente? Esa gente daba servicios, aunque a algunos les parezca que
venden porquerías. Los travestis se juntan ahí a levantar clientes
por la noche. No creo que hayan dejado de hacerlo, desconfío de la
determinación de echar de la plaza a la gente que la mantiene viva.
Serían más o menos las seis, ya enfriaba la idea de la noche y las
personas andaban con las manos metidas en los bolsillos de sus
chamarras, como si ocultaran algo o tuvieran vergüenza de mostrar
las manos, la cabeza agachada, la gorra bien calzada. Un cable pendía
del cable pelado de una farola y se contorsionaba como la trayectoria
de una mariposa recién nacida a la hora gris, recorría el aire
hasta posarse en la rama de un pirul, daba una vuelta y seguía,
alisándose ahora en una pendiente hacia el suelo, cruzaba la
glorieta rasante lejos de la luz de la lámpara anaranjada hasta
insertarse en un modular Aiwa, el botón de encendido palpitaba
fluorescente y las luciérnagas semejantes se acercaban a mirar
aquella magia que gestaba los pasos de los bailarines reunidos en un
círculo. Las trompetas de un danzón grabado hace mucho tiempo, el
volumen no muy alto, un travesti con tacones de acrílico
transparente, plataforma, minifalda, piernas muy fuertes, morena y
bien depilada, bailaba casi en su lugar sostenida de la cintura por
un hombre muy viejo, muy chaparro, que usaba un gorro azul marino
tejido a mano quizá tan viejo como el danzón. La cabeza del hombre
estaba apoyada en el pecho del traba, tenía los ojos cerrados, sus
labios carnudos brillaban como la carne de ternera mojados con baba,
a veces el danzón parecía mudarse a la playa durante un episodio y
los pasos de los bailarines aumentaban su frecuencia al doble. Qué
finas las trompetas y las voces de los violines. Adela permaneció un
rato detenida, mirándolos, sin entender las reglas de esa danza
extrañamente quieta, distante y apasionada. Encendió un cigarrillo.
Hizo anillos de humo. Escuchó la marimba haciendo una escala,
chachachá y vuelta al ritmo más despacio. La humedad del invierno
le hacía doler la pierna izquierda, la cintura, la espalda, dolor
tirante que la llevaba cojeando desde hace una semana. Se apretó el
muslo y amasó la carne, sintió las huellas digitales del pantalón
de mezclilla. Cuánto tiempo pasó ahí escuchando la música no se
sabe, hasta que por fin se arregló la ropa bajo el abrigo tirando de
los faldones de la camisa para protegerse del frío y dio un rodeo
sin dejar de mirar a los danzantes. Algunas zonas de la plaza estaban
mal iluminadas, la vereda se volvía abstracta adelante con su
miopía, el olor acerino de las meadas se despertaba con el rocío.
Distinguió un puesto en la siguiente banca, allá. Un cartel apoyado
en el suelo garrapateaba unas palabras con faltas de ortografía:
Huecero. Pomadas.
Curo ezguinse.
Cataplasma.
Llegó hasta ahí estremeciéndose como si fuera la última parada del calvario y bajo un sombrero de palma pintado con grasa y chapopote, aquel hombre del campo. Adela se sentó a su lado esperando no sé qué cosa. No tenía dinero para pagarle, ni siquiera monedas... nada. El huesero ladeó la cabeza hacia ella. Anda usted mala, le dijo, vengo visando cómo renguea. Sí, señor, dijo Adela. Cuesta quince enderezarla. Sale cincuenta, dijo, pero quince para usted, mire cómo anda. Ni quince tengo, dijo Adela. No tengo lana. Se quitó la mochila. Sacó de adentro una bolsa de marranitos. Quedaban dos. Son unas galletas marrones con forma de chancho. Están endulzadas con miel de caña. Adela quería comer uno, pero puso la bolsa en la mano del hombre. Tome, dijo. Ándele pues, contestó el huesero. Se puso de pie tras ella y teniéndola de los hombros la llevó hasta separarla del respaldo. Si no anduviera sola podría darle una friega, dijo, pero no se me hace. Se está poniendo frío. Mejor no ha de sacarse la ropa pues. Adela no dijo nada. Se hubiera sentido incómoda de quitarse la camisa en plena alameda y a esa hora, no por el hombre, el huesero le inspiraba la confianza de un doctor o de un padre, pero la gente que pasa puede ser muy rara y le mirarían el escote con lujuria. Las manos del huesero revolvían pelotas de fibra bajo la piel, bajo las capas de poliéster los músculos se calentaban. Se le murió su abuelita o su madre dijo el indio. Mi abuela, dijo Adela. Por eso anda usted mala, aquí se le tantea, tocó entre los omóplatos para demostrárselo. Debe irse siempre erguida, no ha de darle pena, los hombres son muy cabrones. Adela se quedó callada, sorbió los mocos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ándele, ahí la llevamos, dijo el indio como si fuera lo que hubiera querido conseguir, pellizcaba con sus dedos de hierro el cuero a la altura de los riñones. Ha de sobarse con crema de yema. Yo la preparo pero ya no traigo, sino le regalaba aunque sea un tanto. Adela lloraba. El indio siguió sobándola, el danzón hizo un remate y la alameda quedó en silencio hasta que el disco empezó de nuevo. Con una palmada en el hombro el indió le avisó que la sesión había terminado. Un suspiro entrecortado y hondo cogió a Adela por sorpresa y le llenó el pecho con el olor de la noche y las hojas mojadas.
El indio se puso junto a la banca y revolvió un costal lleno de vendas y bolsas con polvos de colores otoñales. Sacó del fondo un paquetito de pañuelos desechables. Los pañuelos parecían extranjeros al resto del contenido de la bolsa. Tome, le dijo, suénese bien. Adela tenía las manos adormecidas, algo que el hombre había tocado bajo sus axilas hizo que dejara de sentirlas y ahora apenas podía moverlas, no tenía ningún cosquilleo, quizá por el frío. Le costó trabajo despegar la estampa, romper el precinto y sacar el pañuelo. Sopló la nariz con fuerza una vez, algo la obstruía. Sopló más fuerte de nuevo, y otra vez. Plaf, sintió en el papel. Cuando separó las manos de la cara para mirarlo había un coágulo de sangre del tamaño de una nuez. Adela se asustó mucho pero en seguida el indio habló para tranquilizarla. Eso traía, andaba muy congestionada. Las mujeres juntan esas cosas. Adela se puso de pie y quiso devolverle al hombre los pañuelos. Quédeselos, dijo él. Sáquese todas las mucosidades. En llegando a su casa tápese bien y duerma parejo. Ha de dolerle mucho la espalda, harto más hasta que pasen dos días, en luego ya no más. Gracias, dijo Adela, cargando la mochila en la mano con la sensación de que aún le debía al hombre más que aquellas palabras. Ándele dijo el indio, y se inclinó sobre su bolsa del mandando, su piel morena se disolvió en la oscuridad de la plaza y su sombrero color durazno quedó flotando en el aire hasta que Adela dejó de mirarlo y la música se hizo lejana, se perdió entre el ruido y las luces de los autos. Adela caminó ligero hasta las escaleras del metro Hidalgo y se hundió en el asfalto.
Los siguientes días los pasó tendida en la cama durmiendo, y al despertar, llorando. Le vino la regla y empapó las sábanas en sangre. La nariz le sangró todas las veces que se sonaba. El dolor se le fue por algunos años y cada vez que escuchaba un danzón se acordaba de aquel señor.
Huecero. Pomadas.
Curo ezguinse.
Cataplasma.
Llegó hasta ahí estremeciéndose como si fuera la última parada del calvario y bajo un sombrero de palma pintado con grasa y chapopote, aquel hombre del campo. Adela se sentó a su lado esperando no sé qué cosa. No tenía dinero para pagarle, ni siquiera monedas... nada. El huesero ladeó la cabeza hacia ella. Anda usted mala, le dijo, vengo visando cómo renguea. Sí, señor, dijo Adela. Cuesta quince enderezarla. Sale cincuenta, dijo, pero quince para usted, mire cómo anda. Ni quince tengo, dijo Adela. No tengo lana. Se quitó la mochila. Sacó de adentro una bolsa de marranitos. Quedaban dos. Son unas galletas marrones con forma de chancho. Están endulzadas con miel de caña. Adela quería comer uno, pero puso la bolsa en la mano del hombre. Tome, dijo. Ándele pues, contestó el huesero. Se puso de pie tras ella y teniéndola de los hombros la llevó hasta separarla del respaldo. Si no anduviera sola podría darle una friega, dijo, pero no se me hace. Se está poniendo frío. Mejor no ha de sacarse la ropa pues. Adela no dijo nada. Se hubiera sentido incómoda de quitarse la camisa en plena alameda y a esa hora, no por el hombre, el huesero le inspiraba la confianza de un doctor o de un padre, pero la gente que pasa puede ser muy rara y le mirarían el escote con lujuria. Las manos del huesero revolvían pelotas de fibra bajo la piel, bajo las capas de poliéster los músculos se calentaban. Se le murió su abuelita o su madre dijo el indio. Mi abuela, dijo Adela. Por eso anda usted mala, aquí se le tantea, tocó entre los omóplatos para demostrárselo. Debe irse siempre erguida, no ha de darle pena, los hombres son muy cabrones. Adela se quedó callada, sorbió los mocos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ándele, ahí la llevamos, dijo el indio como si fuera lo que hubiera querido conseguir, pellizcaba con sus dedos de hierro el cuero a la altura de los riñones. Ha de sobarse con crema de yema. Yo la preparo pero ya no traigo, sino le regalaba aunque sea un tanto. Adela lloraba. El indio siguió sobándola, el danzón hizo un remate y la alameda quedó en silencio hasta que el disco empezó de nuevo. Con una palmada en el hombro el indió le avisó que la sesión había terminado. Un suspiro entrecortado y hondo cogió a Adela por sorpresa y le llenó el pecho con el olor de la noche y las hojas mojadas.
El indio se puso junto a la banca y revolvió un costal lleno de vendas y bolsas con polvos de colores otoñales. Sacó del fondo un paquetito de pañuelos desechables. Los pañuelos parecían extranjeros al resto del contenido de la bolsa. Tome, le dijo, suénese bien. Adela tenía las manos adormecidas, algo que el hombre había tocado bajo sus axilas hizo que dejara de sentirlas y ahora apenas podía moverlas, no tenía ningún cosquilleo, quizá por el frío. Le costó trabajo despegar la estampa, romper el precinto y sacar el pañuelo. Sopló la nariz con fuerza una vez, algo la obstruía. Sopló más fuerte de nuevo, y otra vez. Plaf, sintió en el papel. Cuando separó las manos de la cara para mirarlo había un coágulo de sangre del tamaño de una nuez. Adela se asustó mucho pero en seguida el indio habló para tranquilizarla. Eso traía, andaba muy congestionada. Las mujeres juntan esas cosas. Adela se puso de pie y quiso devolverle al hombre los pañuelos. Quédeselos, dijo él. Sáquese todas las mucosidades. En llegando a su casa tápese bien y duerma parejo. Ha de dolerle mucho la espalda, harto más hasta que pasen dos días, en luego ya no más. Gracias, dijo Adela, cargando la mochila en la mano con la sensación de que aún le debía al hombre más que aquellas palabras. Ándele dijo el indio, y se inclinó sobre su bolsa del mandando, su piel morena se disolvió en la oscuridad de la plaza y su sombrero color durazno quedó flotando en el aire hasta que Adela dejó de mirarlo y la música se hizo lejana, se perdió entre el ruido y las luces de los autos. Adela caminó ligero hasta las escaleras del metro Hidalgo y se hundió en el asfalto.
Los siguientes días los pasó tendida en la cama durmiendo, y al despertar, llorando. Le vino la regla y empapó las sábanas en sangre. La nariz le sangró todas las veces que se sonaba. El dolor se le fue por algunos años y cada vez que escuchaba un danzón se acordaba de aquel señor.