miércoles, 16 de abril de 2014

Los chinos

En la clase, adentro del aula, haciendo falta toda la atención posible para ignorar el viento helado que se filtraba por las rendijas de las ventanas, la profesora hablaba de la cuidad de las luces, los escritores, los bohemios. Tenían frío y el vapor de las cafeteras calentaba el ambiente. Pagaban el precio de un café y obtenían a cambio un escritorio y una silla en un rincón tibio, tal vez un poco de música y el barullo de fondo, algunos escotes para mirar, el olor de la mantequilla fritándose en las sartenes, la luz eléctrica. Y cuando se hacía de noche podían seguir escribiendo.
Siempre supe que los chinos podrían sacarme de un apuro. No tienen prejuicios, no hacen preguntas. Caminé desde el centro hacia el Mercado Norte y fui mirando las vidrieras con cuidado. La gente es desconfiada y yo también necesito serlo a veces. Cuando encontré el lugar adecuado para hacer mi pedido lo supe en el primer instante. Sobre la puerta se exhibían esos móviles de metal que tintinean y tienen mariposas o frutas de plástico de colores pastel. Cosas hermosas. Si no fuera uno de esos bichos que calculan utilidad/espacio, tendría millones de figuritas fosforescentes y adorables. Tras un pasillo largo enlozado con vinílico rojo y manchado de gris estaban un viejo chino y un joven que sin duda era su hijo. Me asomé por la puerta tratando de no tocar las campanitas, fingiendo ser solamente otra curiosa de los arcoiris, pero nueve milenios de cultura no corren bajo la piel sin que uno los distinga y en seguida el viejo tocó el brazo del joven y me señaló con la mirada. Entonces entré. El joven se alisó la camiseta y se frotó las manos frías. Esperé un En qué le puedo ayudar nacido en mi hábito mexicano pero en vez de eso recibí un seco Qué necesitaba. Es difícil contestar esa pregunta ya que además de suponer que la necesidad quedó en el pasado, lo que en realidad necesitaba no era fácil de plantear. Un poco de orden cerebral y alguna frase, aunque sea una letra que sirva como para pescarse de ella y tirar la línea. Fui clara aunque solté información que a los chinos les pareció absolutamente innecesaria. Sólo los occidentales en nuestro afán de separarlo todo, explicamos esas mamadas. Vengo de México y tengo unos dólares. En la casa de cambio no me los quieren cambiar porque están marcados. Tomé mi mochila, saqué mi billetera y los busqué para mostrárselos. El viejo me hizo con la cabeza una seña de que me acercara al mostrador y el joven me siguió, mirándolo todo por detrás de mi hombro. Mire ¿Ve? Tienen estas marcas. Los puse sobre el vidrio y los extendí en un abanico. El joven pasó su brazo por arriba mío y levantó los billetes. El viejo hizo las preguntas ¿No te los cambian? No, le dije. Hubo un silencio. El joven miraba los billetes contra la luz del foco. ¿Por esas marcas? Sí, contesté. Y sin decir nada los tres comprendimos que el mundo funciona de una manera idiota, que el sistema bancario es una mierda y que cien dólares son cien dólares aquí y en China. Mucho. El joven le entregó los billetes al viejo. Como ya habían pasado el control de calidad, el viejo sólo los contó. Acercó la calculadora y me preguntó ¿Tres con ochenta? Sí, le dije. 3.80 x 160 =. ¿Cuánto es? le pregunté. Seiscientos ocho, dijo con su voz filosa. De bajo de la registradora sacó una caja de latón con una llave, la famosa caja chica. De la caja chica sacó un fajo de billetes de cien, lo sostuvo entre sus manos y con la agilidad de un insecto, utilizando sólo el pulgar, hizo pasar seis billetes que puso sobre el vidrio. Los demás los guardó, puso el cerrojo y devolvió la caja a su sitio. El joven buscó en sus bolsillos y puso encima del otro dinero los cinco pesos y la moneda. Mi billetera vieja, que había quedado parada sobre el mostrador como un pequeño biombo, es china también. Cuando mi hermano me la trajo de San Francisco tenía un olor espantoso, como si hubiera cruzado el Atlántico metida en una lata de arenques en aceite. Un año entero estuvo en tratamiento adentro de un cajón de madera de pino y tapada bajo una parva de paquetes de incienso Shalimar. Eso la curó, tanto que todavía se le siente el aroma oriental y la misma esencia rancia de antes ayudó a fijar la nueva. La tomé y puse adentro el dinero con cuidado mientras el viejo sonreía ante la imagen de la geisha que toca una flauta de bambú, pintada en el plástico desgastado de la billetera. Abrí mi mochila, acomodé lo que había adentro y me aseguré de cerrarla bien. Dije buenas tardes y muchas gracias. Buen día, me dijeron. Y cuando salí golpeé las campanitas con la mano.
Después del deal caminé por la calle mientras hacía cuentas: todavía queda comida en el refrigerador. Dos litros de leche, un paquete completo de yerba, fideos, un par de huevos, un pedazo de queso, una papa. Hambre no voy a pasar. Las fiestas y el alcohol, la vida de la noche… Me gusta pero no me interesa mucho ya… saldría a bailar un drummandbass furioso si tuviera la oportunidad de hacerlo. Sudaría, tomaría whiskey y fumaría pero no hay en la agenda nada que se le parezca a mi ideal de una gran fiesta y las mejores fiestas a las que he ido las he tenido que organizar yo. Ya no tengo ganas. Lo que más gusta es bailar y mi música favorita la escucho todos los días encerrada en mi habitación. Brinco un poco mientras doblo la ropa limpia. Además emborracharse bajo un techo prestado y turbio cuesta dinero. No voy a necesitar dinero para ir de fiesta -la fiesta la llevo dentro- VAMOS MÉXICO!!!! Mientras multiplicaba dólares por tres sabiendo que es mejor así porque siempre sobra, sumaba el puto dinero y lo transformaba en vida, cosas, en tiempo y libertad. Hace ya un par de meses que perdí un estuche con mi pluma fuente, plumines de colores y un USB que me sacaba del apuro porque también era chino. Me había costado un dólar. Y desde entonces lo único que había extrañado de esa bolsa llena de objetos eran los matices del trazo de mi pluma y su tinta azul, los colores de los carteles de neón guardados en mi bolsillo. Entré en una papelería muy bonita y compré una pluma fuente nueva y una caja de cartuchos de repuesto de tinta azul. Había una Pelikan de 25 pesos y esta, china, de 5. De verdad me cuesta trabajo entender cuál es la diferencia entre una y otra. Y además había de todos los colores!!!! Elegí una con la tapa verde. Ahí en seguida le puse un cartucho y en un instante estaba estirando una hermosa, líquida, gruesa línea por la hoja de papel que me dieron para probarla. Compré también una Bic azul común y otra azul turquesa y fui feliz. Sólo me quedaban plumas de tinta negra y escribir se vuelve frío, aburrido y necio. Seguí caminando y pasé por la librería de Don Rubén. Uno de esos lugares que en mis sueños más salvajes debería de ser la sala de mi casa. Los libros y sus ediciones más lindas, mejor traducidas, hermosamente encuadernadas, están todos ahí. Miré primero la vidriera. Don Rubén, sin zapatos, se paseaba metiendo la panza por ahí dentro para reacomodar un libro en su sitio. Cuando me vio, salió de entre la mampara para recibirme. Me preguntó si no tenía frío y me hizo pasar, como quien te da permiso de pasar a su casa y me sentí bien de uqe me recibieran de ese modo. Adentro no hacía frío y de pronto Henry Miller y los flaneurs que lo antecedieron desfilaron por atrás de mis ojos. La ociosidad. Montainge tiene un ensayo que se llama así, en el que delimita muy bien la frontera entre hacerse pelotas en la entropía de unas vacaciones interminables y el dulce gusto de utilizar el tiempo para sentarse en un lugar cálido a leer un libro. Don Rubén me dio tres besos en el transcurso de mi estadía. Tres. Me dijo que volviera cuando quisiera. Siempre lo hago, pero es lindo saber que uno es bienvenido. Incluso un chico que atiende ahí, que siempre pensé que tenía una cara de culo incoherentemente vinculada con su espacio de trabajo, me sonrió y me dio la mano. Se llama Leo. No le hice una broma acerca de eso porque supongo que debe tener una especie de hit counter en el cual suma las veces que alguien le ha hecho la misma observación obvia. Pero no deja de ser gracioso. Compré la edición más barata del Lunar Park de Bret Easton Ellis. Busqué 1984 de George Orwell pero en realidad ese es el tipo de libro ideal para buscar en una librería de usados y pagarlo a siete pesos. Lunar Park costó 20 es una edición de tapas duras y con una traducción bastante decente de editorial De bolsillo. Estuve mirando los libros de Miller, pero eran caros. Hablé acerca de eso con Don Rubén. Son bonitos pero en realidad es una edición barata, me refiero en cuanto a la manufactura. Estuvo de acuerdo conmigo. Y en realidad me contó que se respetan mucho los precios que vienen de España y que aquí había una especie de cámara de libreros que establece un precio mínimo. 63 pesos el Nexus… me sudaron las manos cuando lo sostuve, pero no tenía dinero. Después de todos mis besos y mis vuelva pronto enfilé para la parada del camión, sabiendo que antes tenía que pasar a un kiosco y comprar una tira de cospeles. Prefiero comprar muchos de un tirón y así me puedo administrar mejor. Prefiero gastar todo el dinero en un día y darme todos los lujos y cubrir todas mis necesidades y comer salchichas durante el todo el próximo mes que sostener una mediocridad estable.  Otro día, robé el Nexus de una librería en la que querían cobrármelo 75 pesos. Los chinos lo entenderían. Y cuando llegué a mi casa lo firmé estirando una línea firme de tinta azul. Lucía Malvido F. 2010.

martes, 8 de abril de 2014

Motorama

La obra habita en tres dimensiones y el diálogo pasa de una a otra de manera arbitraria. Realmente benigno es el estado que uno adquiere cuando se puede reír de las cosas en un acceso involuntario.
Yo soy así, dice Motorama. Fumo porro y me gustan las tetas. Me gustan las teteras, las ateas, las televisiones. Los vídeos. Al Open Documents le parece correcto escribir videos con acento en la í. Motorama toca una canción post apocalíptica, con campanas y una voz que dice “ya no puedo esperar”. Grita a voces que ya no puede esperar. Se puede sentir la desesperación, como en un capítulo de Los Simpson. Un montón de música ranchera, hebillas por todas partes. Botas de lluvia, de cuero negro, altas hasta la rodilla. Se adaptan a todo. Una vez estuve con un cabrón que subió la pirámide de Cobá calzando botas negras cosidas con hilo blanco. Piel de cocodrilo. Puntiagudas y negras. Tres o cuatro talles más sobresale esa punta hacia adelante. “Ya no quiero estar muerto”, dice Motorama. De pronto parece un freak show, un montón de personajes que se perciben oscuros por el entorno en el que están. Tengo una novela que se llama La estrategia del dominó. Se la compré al Ema en la feria de la esquina. La estoy comiendo como si fuera un pedazo de jamón serrano, a pequeñas mordidas en la trastienda. Tiene muy pocas palabras, tiene párrafos perfectos, y de pronto la canción aleatoria dijo algo acerca del dominó, con lo lejos que estamos de las cantinas en las que estallan las fichas sobre la mesa con el sonido de un piano. Vamos a jugar al dominó.
Si me concentro bien, no saben lo lindo que es estar aquí. Todas éstas cosas que te atraviesan, no tener idea de nada y poder despreciar (des-preciar, no cualquier otra cosa) las ideas. Intercambiarlas. Descreerlas. Sacrificarlas en el absurdo del sacrificio. Si sigo aquí seguiré fumando, consumiendo bebidas, quemando balatas; tan preciado es el “no se usa”. Otra vez la música grita: No voy a dejar de ser el mismo de antes. La canción tiene sin duda un tono profundamente cómico. La melancolía, incluso, entra hacia el final de la canción: una especie de marcha épica con un coro de hombres prehistóricos.

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Al final fuimos, volvimos y yo me quedé en casa. Mi compañero se fué de nuevo porque no puede estar quieto y quizá también porque sólo hay una computadora y tengo una especie de derecho divino sobre ella a estas alturas, ya que el archivo .odt sigue abierto. Hace rato le dije que no quería recibir a nadie pero aflojé un poco. Si vuelves con alguien, dije, que sean los children, children de la casa. La pura banda nomás. Así sí me late. Seis carnales repartidos espalda contra la pared, vasos de cerveza y ceniceros por el suelo. Nadie patea nada, todos comparten o autistean libremente de una forma en la que los demás no nos sentimos inhibidos: ponen música, revisan un libro, hablan sobre mascotas con largos silencios entre medio y chocan los vasos prácticamente cada vez que los rellenan, aunque a veces no dicen salud o no alcanzan a hacer contacto, más que un gesto desde la pared de enfrente, dice Estoy aquí, te percibo, sé que yo soy tú y tú eres yo, algo por el estilo. En el bar de la esquina hay una fiesta trash. El recinto es una especie de jaula muy grande para monos que no tienen más que una sudadera más o menos buena y hasta hace un rato se escuchaba a algún pendejo rimando un dubstep horrible que me hizo alegrarme de estar en mi casa escuchando glitch y tomando jugo tang alternado con cerveza. Tampoco querría que en cierto momento de la early morning se mudaran al living de mi casa después de haber dejado el mayor porcentaje del estilo en la fiesta de la esquina. Hace frío y en casa hay una sopa caliente. El piso está limpio. Me van a saltar con Joaquín Sabina y chicas que caminan mal sobre sus tacones. Ya no puedo soportar la cruda moral que me queda después de ese tipo de eventualidades. Cuando me olvido de ello, pasan algunos días sórdidos, nublados en lo interior.
Vuelvo, como vuelvo a este archivo que hasta ahora había quedado tan breve como se lee atrás, vuelvo a escuchar los discos antiguos en formatos nuevos, vuelvo a hablar por teléfono a mis amigos, vuelvo a hacer agua la boca al enunciar las comidas que más me gustan, a encender un cigarrillo, a tramar cómo es que sigue este libro de apuntes inconexos sobre lo que me acontece. El paradero de todo que finalmente no resulta en ningún punto, a pesar de lo que la luna nueva y todas las oscuras noches puedan figurar. La completud de lo que sea que consigue llevarse a cabo, algunas veces totalmente fallido y cabo de miedo, de imprecisión y descontento, de preocupación imbécil y desconfianza.
Algunas otras cosas no consiguen avergonzarme por más que alguna gente sigue aconsejándome que no me exponga a ello. Hoy Romi tomó una foto en la que al margen derecho salgo con mi cara de síndrome de down riéndome de un chiste sobre heavy metal y cantos gregorianos, una estampa de incalculable valía. Será que me pretendo mucho más interesante de lo que en realidad soy ya que he pasado larguísimas horas jugando Ms. Pacman y Tetris debajo del escenario del teatro Rafael Solana o en las madrugadas de dial-up connection, dieciséis años y ninguna preocupación relacionada con los conceptos cansancio ni descanso.
Vuelvo a buscar las bandas viejas y sus discos nuevos, qué cosas tienen para decir ahora y cómo es que justifican su tránsito creativo, su seguir adelante o empezar de nuevo los ilustradores, los pintores, los conocidos. Y al parecer es difícil integrar lo nuevo, terminar por hacerle caso, aunque hay apariciones que, sin duda alguna, desde el comienzo se conoce serán insalvables. Un día en la fila del café te pones a charlar con alguien que veinte minutos después comparte la mesa contigo, cuatro horas más tarde te entrega un papel con todos sus datos y dos semanas después tienen un proyecto en común, se buscan para reunirse, empujan y vulneran las líneas del tiempo y del espacio, de lo convenido y de lo previsible para hacerse un lugar que, tal parece ahora, les era propio y compartido de antes de haberlo hallado, como si más bien fuera algo que hubiera quedado un tiempo extraviado pero cuenta como si hubiera estado ya, sido, prosódico en su exactitud, ya detallado en sus márgenes y tildes, ya determinado en su gigante alcance y en su íntima y meticulosa amabilidad. Benditos sean los encuentros entre nosotros.
Estás aquí, he dicho. Hemos recorrido éste camino. Me considero afortunada de seguir aquí a tu lado, gracias a ti o a pesar de eso. Lo que tenemos es un cuerpo. Somos cabalmente alguna otra cosa que llamamos de múltiples formas equivocadas. Lo que llamamos es exactamente y sólo una forma, una estructura, cualquier nombre le iría bien mientras responda a ese acomodo arbitrario; lo que se encuentra en el vértice, la punta misma, el ápice apenas distinguible, he ahí el producto del que está hecho el hombre, la vida en sí, aquello que nos reúne y nos hace sentir que esa unión existía previamente.
Quedó sonando una lista larguísima de la discografía de Mouse on Mars. Hace más de diez años que conocí esa banda y aún me asombra. Cuando escucho algunas de sus obras, ya sea los tracks sueltos o discos completos, siento como si fuera testigo de algo que le ocurrió al mundo en un momento como si nunca antes hubiera acontecido algo paralelo o equivalente. Cómo es que la música se puede fragmentar, sintetizar y comprimir de tal modo que sus componentes básicos sean reconocidos más por una especie de función que cumplen que por la verdadera y codificable emisión de sonidos. Si tuviéramos que escribir una partitura de algunas composiciones, tendríamos que hacer una especie de efecto lupa sobre el pentagrama, como una congregación de semifusas abigarradas, tátara-tátara fusas que no tienen nombre ni puesto alguno dentro de la escala musical porque cuando nuestra civilización descubrió la polifonía sólo podía contar hasta algún múltiplo de siete con apenas dos cifras. Escuchando música clásica he podido sentir cómo es que éstos hombres con dictado en negras dentro de su cerebro pudieron encontrar, en la tesitura de cada instrumento, las sugerencias de éstas frecuencias de las que hablo, esos sonidos que yo pude entender solamente a partir del manejo o la observación a la que tuve acceso cuando descubrí las máquinas, primero eléctricas, a luz, a pila, y luego electrónicas. Las fuentes se volvieron variadas. Vínculos, redes, chupones y mangueras que canalizan átomos en movimiento, dispositivos que, a través de ese movimiento inevitable, transmiten.
Siempre supe que la música era una parte importante del todo. La música te acompaña, y jamás te hace sentir más solo, excepto a través de tu cabeza que funciona por antonomasia y encuentra en la proximidad de lo pasajero la melancólica posibilidad única e imprevisible del duelo.