jueves, 4 de septiembre de 2014

10,787 bis

Toma todo lo que en verdad no existe,
es más lenta la muerte del consuelo.
Dile a los chicos que esperen afuera.

Haz 
como si todo estuviera bien aunque sólo haya paz
en la nada, que está, por cierto, en alguna parte
mas no aquí.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Duelo N° 10,787

La primera vez que tuvo un trabajo su abuela todavía vivía. Estaban en la casa grande al borde de la barranca a la que nunca se podía bajar pero incluso arriba a veces encontraban peces muertos después de la lluvia, y ranas vivas y gatos que aparecían por las casas en busca de alimento fácil. La señora que trabajaba en la casa de Gina una vez les trajo un gatito hasta la puerta, era tan pequeño que todavía tenía los párpados pegados y no podía comer nada. Decidieron dejarlo a pasar la noche en el calor se su habitación y ella permaneció en vela, dándole leche tibia al pequeño gato con una mamadera que pertenecía a un juego para muñecas. El gato nunca se fue. Su hermano mayor lo llamó Udo como un jugador de tenis noruego que en ese entonces jugaba los torneos internacionales y el nombre le iba bien. Udo creció y se hixo un macho fuerte, pardo, atigrado como los bichos del monte, de tamaño no muy grande pero robusto y pechugón. A ella le gustaba decirle palomo.
En una época anterior a esa también tuvo un hámster al que llamó Bernardo, vivía en una jaula con una rueda giratoria, un bebedero y un recipiente para la comida y era ella quien tenía que recordarle a su padre, al pasar por el aserradero de la avenida volviendo de la escuela, que se detuviera, estacionar el auto en la vereda con los autos que subían rápido justo después de pasar el embotellamiento que a veces podía durar horas porque estaban construyendo un túnel que ahora pasa por debajo del anillo periférico entre Altavista y San Jerónimo, ella bajaba, con su jogguineta color blanco de la que se avergonzaba un poco porque podían vérsele las manchas, sobre todo más tarde cuando le vino la menstruación, y por unas monedas los hombres recios con olor a brea, los carpinteros o los chalanes le daban una o dos bolsas llenas de aserrín para llevar a casa, las cargaban en el auto que siempre estaba colmado de cosas de todos los integrantes de la familia, restos de comida, tuppers, apuntes, maletines, camperas, papel de diario, cassettes, y hacían marcha atrás y arrancaban de nuevo hasta alcanzar el suficiente envión para llegar a la punta de la subida de Av. Toluca a la altura de La Curva donde justamente hay una marisquería llamada así. Gino, un amigo de su hermano Juan Pablo que era muy guapo y al que le iba bastante mal en la escuela y era un gran ciclista y cocinero, vivía en la cuadra de al lado de La Curva. A veces caía a la casa sin avisar, aunque Juan no estuviera, y a ella le encantaba porque Gino era alto y tomaba por la cintura y la alzaba en brazos hasta que ella tocaba el techo.
Cuando había que limpiar la jaula de Bernardo ella subía la escalera hasta el primer piso y luego la que iba hasta el segundo. Tocaba la puerta de la pieza de servicio que era donde dormía la abuela aunque en realidad casi siempre permanecía abierta, la ventana de esa pieza era una de las que entraba el sol más lindo de toda la casa, luego, a la derecha, había una puerta de chapa con una traba que daba al lavadero, uno de los más divertidos salones de juego de toda la casa, especialmente porque la abuela estaba tan cerca siempre y la luz a la tarde era tan tibia y todo ahí era tan distinto. Le encantaba jugar entre la ropa de tender y dibujar sobre a mesa de planchar que también era de chapa aunque para planchar le ponían unas mantas de algodón y también había un burro para las camisas.
A decir verdad todo esto funciona muy bien tan sólo para seguir contando pero lo que ocurre es que me doy cuenta de lo que en realidad siento cuando lo hago, que es que entonces tenía muchas cosas que hacer y la mayor parte del tiempo tenía buena compañía. En fin...
A Bernardo lo sacaba de la jaula y lo ponía en una palangana mientras se deshacía del aserrín mojado de orines, lavaba el fondo de la jaula con un cepillo especial para eso que le había provisto su abuela, dejaba un rato todo secándose al sol y mientras tanto jugaba con el bicho. Lo alimentaba con zanahorias y otras verduras y semillas de girasol. Era muy divertido ver cómo el hámster las metía en el buche una por una hasta que casi duplicaba su tamaño y luego, una vez que la jaula estaba de nuevo seca y cubierta con la madera fresca, se arrinconaba cerca de la pared y extraía las semillas haciendo contorsiones y pequeñas arcadas, luego tomaba una de las semillas con las dos manos, hincaba sus largos incisivos afilados y con las uñas se las apañaba para sacar la cáscara y comer el germen haciendo un cruch cruch sin fin.
Había días que Bernardo se perdía. Cuando ella llegaba de la escuela la abuela le anunciaba que le parecía que no estaba en su jaula porque se lo sentía muy calladito, y aparecía después abajo del calefón, buscando el calor íntimo hecho una pelotita como en un vientre, acurrucado en el pequeño espacio entre la chapa del tremotanque y el suelo, o las veces más divertidas lo encontraban por el sonido, el crunch crunch que venía de los cajones de la abuela donde guardaba los pliegos de papel importado sobre los que dibujaba con lápices pasteles en otra mesa que ya no recuerdo, que era más fina y larga, con cajones, frente a esa ventana luminosa. Desearía por un momento ser mi abuela en la soledad de esa habitación a la siesta, con la luz celeste y amarilla y esa cajonera de color verde pastel que después bajaron a mi pieza. Ahí donde estaban guardados los útiles de pintura y Bernardo se metía por detrás y mascaba las hojas de papel hecho a mano y la abuela puteaba pero se reía
Cuidó a Bernardo cerca de dos años hasta que un día se murió, tal vez de frío, ya que amaneció tieso y mojado debajo del bebedero. Es mucho para un hamster, había dicho su padre, el veterinario, vivir dos años, lo cuidaste muy bien, y ella lloró un poco, pero dijo que sí, era verdad que lo había cuidado bien y que lo quería, siempre se ocupaba de él con diligencia. Después descubrió que tal vez la bolilla del bebedero no andaba del todo bien y perdía agua, eso podría haber sido el motivo por el que la jaula se humedeció en demasía
El gatito también se quedó. Lo nombraron Udo porque en aquel entonces su hermano mayor era fanático del Tennis y había un jugador noruego que se llamaba así. Udo creció y se hizo un macho fuerte y drástico. Jugaba a pelear y tiraba las zarpas con las uñas de fuera y sólo era prudente jugarlo si uno no lo conocía bien o podía salir lastimado, sólo Juan Pablo, el mayor, y ella, podían jugar con Udo, y el gato prefería quedarse en la habitación de la niña a pasar las noches, o temprano en las mañanas, cuando ella se despertaba antes que nadie los ,fines de semana, y buscaba un libro y se volvía a arropar en la cama, y el gato se acomodaba sobre la colcha del Rey León, entre sus piernas.
La historia de Udo es un poco más larga. Vivió suficiente tiempo en esa casa hasta que ella se fué, se vino, ya no importa, a Argentina. Sus papás estaban tan encariñados con los gatos que los trajeron también, junto con todo el menaje de casa en el que entre todas las cosas que había, los empacadores contaron mil diez libros. Udo se murió un día en la casa de Urca, no recuerdo muy bien la situación. Supe que padre le practicó una autopsia y descubrió que tenía cáncer en el hígado. Muchas cosas deben haber muerto con nosotros en ese viaje, hasta llegar a esa casa y después, pero esa es otra historia y hoy no es un muy buen día para contarla. Junto con Udo también vino el gato Jack, nombrado así por su parecido con Jack Nicholson, otra historia más, casi de vaqueros. Él no se murió en esa historia, sino como un verdadero cowboy, lejos de todo, en el exilio del exilio del exilio del exilio. Un héroe en mi memoria y en la de mi familia. El mejor compañero que tuvo mi abuela hasta el día de su muerte y un respetable huésped en la casa de Hori Bevaqua, el dueño del Chanchi, otro gato heroico cuya historia ya fue escrita, de su viaje y su retorno. Jack no volvió nunca, como en las historietas o las películas de vaqueros, en las que un grupo de indios se aleja hacia el ocaso al final del último capítulo y los vemos de espaldas, yendo hacia el Norte, sabiendo que nunca más nuestros destinos volverán a cruzarse de nuevo, ni siquiera en cuentos o al menos no en éste.

lunes, 18 de agosto de 2014

Duelo N° 10,771


Esperaré hasta las nueve,
hasta las diez.
Esperaré hasta la hora que llegues, junto a la puerta, para romper a llorar otra vez.
Para decirte que no quiero estar aquí, que no quiero estar despierta cuando vuelva a ser de noche,
cuando llegue de nuevo el viernes y sus horas lentas que la gente ocupada niega. Ellos quieren llegar a su casa, permanecer en vela.
Esperaré hasta quedarme dormida para volver a soñar que soy un marino, que soy buena, que mi cuerpo es ágil. En mis sueños no pienso en comida. No pienso que soy drogadicta. No siento ganas de beberme una botella de alcohol entera. Mi cuerpo no está relleno de mierda.
En mi sueños no extraño a mi madre. A veces sueño con mi padre, con Indra, con mi abuela.
En mis sueños tengo un perro que permanece a mi lado pase lo que pase. Estamos en un lugar grande. En mi sueños conozco el río, cruzo los mares. Soy importante.
Mi hijo se va a llamar Silvio.
Mis hijas se van a llamar Irene y Elena.
Voy a poder jugar con ellos. Voy a pasar la tarde en casa con ellos. Voy a ir al parque con ellos. Voy a llevarlos a la escuela. Voy a ser buena con ellos.
Esperaré hasta que llegues y trataré de no llorar, de parecer feliz, trataré de mentirte, no mereces mi sufrimiento. Cocinaré milanesas y ensalada de endivias. Me dirás que está rica la comida y en verdad estará rica. Después iré a la cama y diré que tengo sueño, y eso también será verdad.
Tal vez algún día sepa si cuando digo que te amo digo bien o estoy mintiendo.

sábado, 5 de julio de 2014

El huesero


Una tarde gris en la alameda. Dicen que ahora la han limpiado. Dijeron que habían echado a los vendedores ambulantes. Eso es gracioso. ¿Cuánto tiempo puede durarles el placer de la vigilancia y el castigo? De cualquier forma antes era distinto, aquella tarde, quizá era un domingo, no tiene mucha importancia... La tarde es gris y la alameda se extiende cerca del zócalo capitalino, sobre las tumbas de los muertos, radiografías de las raíces de los árboles enroscándose entre máscaras de jaguar y bayonetas. ¿A dónde habrá ido a parar toda esa gente? Esa gente daba servicios, aunque a algunos les parezca que venden porquerías. Los travestis se juntan ahí a levantar clientes por la noche. No creo que hayan dejado de hacerlo, desconfío de la determinación de echar de la plaza a la gente que la mantiene viva. Serían más o menos las seis, ya enfriaba la idea de la noche y las personas andaban con las manos metidas en los bolsillos de sus chamarras, como si ocultaran algo o tuvieran vergüenza de mostrar las manos, la cabeza agachada, la gorra bien calzada. Un cable pendía del cable pelado de una farola y se contorsionaba como la trayectoria de una mariposa recién nacida a la hora gris, recorría el aire hasta posarse en la rama de un pirul, daba una vuelta y seguía, alisándose ahora en una pendiente hacia el suelo, cruzaba la glorieta rasante lejos de la luz de la lámpara anaranjada hasta insertarse en un modular Aiwa, el botón de encendido palpitaba fluorescente y las luciérnagas semejantes se acercaban a mirar aquella magia que gestaba los pasos de los bailarines reunidos en un círculo. Las trompetas de un danzón grabado hace mucho tiempo, el volumen no muy alto, un travesti con tacones de acrílico transparente, plataforma, minifalda, piernas muy fuertes, morena y bien depilada, bailaba casi en su lugar sostenida de la cintura por un hombre muy viejo, muy chaparro, que usaba un gorro azul marino tejido a mano quizá tan viejo como el danzón. La cabeza del hombre estaba apoyada en el pecho del traba, tenía los ojos cerrados, sus labios carnudos brillaban como la carne de ternera mojados con baba, a veces el danzón parecía mudarse a la playa durante un episodio y los pasos de los bailarines aumentaban su frecuencia al doble. Qué finas las trompetas y las voces de los violines. Adela permaneció un rato detenida, mirándolos, sin entender las reglas de esa danza extrañamente quieta, distante y apasionada. Encendió un cigarrillo. Hizo anillos de humo. Escuchó la marimba haciendo una escala, chachachá y vuelta al ritmo más despacio. La humedad del invierno le hacía doler la pierna izquierda, la cintura, la espalda, dolor tirante que la llevaba cojeando desde hace una semana. Se apretó el muslo y amasó la carne, sintió las huellas digitales del pantalón de mezclilla. Cuánto tiempo pasó ahí escuchando la música no se sabe, hasta que por fin se arregló la ropa bajo el abrigo tirando de los faldones de la camisa para protegerse del frío y dio un rodeo sin dejar de mirar a los danzantes. Algunas zonas de la plaza estaban mal iluminadas, la vereda se volvía abstracta adelante con su miopía, el olor acerino de las meadas se despertaba con el rocío. Distinguió un puesto en la siguiente banca, allá. Un cartel apoyado en el suelo garrapateaba unas palabras con faltas de ortografía:

Huecero. Pomadas.
Curo ezguinse.
Cataplasma.


Llegó hasta ahí estremeciéndose como si fuera la última parada del calvario y bajo un sombrero de palma pintado con grasa y chapopote, aquel hombre del campo. Adela se sentó a su lado esperando no sé qué cosa. No tenía dinero para pagarle, ni siquiera monedas... nada. El huesero ladeó la cabeza hacia ella. Anda usted mala, le dijo, vengo visando cómo renguea. Sí, señor, dijo Adela. Cuesta quince enderezarla. Sale cincuenta, dijo, pero quince para usted, mire cómo anda. Ni quince tengo, dijo Adela. No tengo lana. Se quitó la mochila. Sacó de adentro una bolsa de marranitos. Quedaban dos. Son unas galletas marrones con forma de chancho. Están endulzadas con miel de caña. Adela quería comer uno, pero puso la bolsa en la mano del hombre. Tome, dijo. Ándele pues, contestó el huesero. Se puso de pie tras ella y teniéndola de los hombros la llevó hasta separarla del respaldo. Si no anduviera sola podría darle una friega, dijo, pero no se me hace. Se está poniendo frío. Mejor no ha de sacarse la ropa pues. Adela no dijo nada. Se hubiera sentido incómoda de quitarse la camisa en plena alameda y a esa hora, no por el hombre, el huesero le inspiraba la confianza de un doctor o de un padre, pero la gente que pasa puede ser muy rara y le mirarían el escote con lujuria. Las manos del huesero revolvían pelotas de fibra bajo la piel, bajo las capas de poliéster los músculos se calentaban. Se le murió su abuelita o su madre dijo el indio. Mi abuela, dijo Adela. Por eso anda usted mala, aquí se le tantea, tocó entre los omóplatos para demostrárselo. Debe irse siempre erguida, no ha de darle pena, los hombres son muy cabrones. Adela se quedó callada, sorbió los mocos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ándele, ahí la llevamos, dijo el indio como si fuera lo que hubiera querido conseguir, pellizcaba con sus dedos de hierro el cuero a la altura de los riñones. Ha de sobarse con crema de yema. Yo la preparo pero ya no traigo, sino le regalaba aunque sea un tanto. Adela lloraba. El indio siguió sobándola, el danzón hizo un remate y la alameda quedó en silencio hasta que el disco empezó de nuevo. Con una palmada en el hombro el indió le avisó que la sesión había terminado. Un suspiro entrecortado y hondo cogió a Adela por sorpresa y le llenó el pecho con el olor de la noche y las hojas mojadas.
El indio se puso junto a la banca y revolvió un costal lleno de vendas y bolsas con polvos de colores otoñales. Sacó del fondo un paquetito de pañuelos desechables. Los pañuelos parecían extranjeros al resto del contenido de la bolsa. Tome, le dijo, suénese bien. Adela tenía las manos adormecidas, algo que el hombre había tocado bajo sus axilas hizo que dejara de sentirlas y ahora apenas podía moverlas, no tenía ningún cosquilleo, quizá por el frío. Le costó trabajo despegar la estampa, romper el precinto y sacar el pañuelo. Sopló la nariz con fuerza una vez, algo la obstruía. Sopló más fuerte de nuevo, y otra vez. Plaf, sintió en el papel. Cuando separó las manos de la cara para mirarlo había un coágulo de sangre del tamaño de una nuez. Adela se asustó mucho pero en seguida el indio habló para tranquilizarla. Eso traía, andaba muy congestionada. Las mujeres juntan esas cosas. Adela se puso de pie y quiso devolverle al hombre los pañuelos. Quédeselos, dijo él. Sáquese todas las mucosidades. En llegando a su casa tápese bien y duerma parejo. Ha de dolerle mucho la espalda, harto más hasta que pasen dos días, en luego ya no más. Gracias, dijo Adela, cargando la mochila en la mano con la sensación de que aún le debía al hombre más que aquellas palabras. Ándele dijo el indio, y se inclinó sobre su bolsa del mandando, su piel morena se disolvió en la oscuridad de la plaza y su sombrero color durazno quedó flotando en el aire hasta que Adela dejó de mirarlo y la música se hizo lejana, se perdió entre el ruido y las luces de los autos. Adela caminó ligero hasta las escaleras del metro Hidalgo y se hundió en el asfalto.
Los siguientes días los pasó tendida en la cama durmiendo, y al despertar, llorando. Le vino la regla y empapó las sábanas en sangre. La nariz le sangró todas las veces que se sonaba. El dolor se le fue por algunos años y cada vez que escuchaba un danzón se acordaba de aquel señor.

sábado, 28 de junio de 2014

Árbol bandera

Hoy tengo el honor de ver uno de mis textos publicado en la página de este proyecto:

www.favela11.com

Favela Once es un sitio que encontró en el campeonato mundial de futbol una excusa para convocar a diversos creadores con el objetivo de hacer una reflexión en torno a este acontecimiento. Un proyecto de crónica y narrativa, imagen y poesía que durará sólo 32 días.

Comparto la marquesina con maestros, hermanos y amigos como Josemaría Camacho, Jorge Posada, Juan Pablo Quero, Benjamín Sagols y Guillermo Vega Zaragoza. Es un enorme gusto y un honor haber sido convocada para compartir este espacio con personas tan queridas.

También descubro que este blog cuenta ya con más de siete mil visitas. Enhorabuena.

Para leer el texto haga clic aquí:
Favela11/Día17/Árbol bandera

miércoles, 16 de abril de 2014

Los chinos

En la clase, adentro del aula, haciendo falta toda la atención posible para ignorar el viento helado que se filtraba por las rendijas de las ventanas, la profesora hablaba de la cuidad de las luces, los escritores, los bohemios. Tenían frío y el vapor de las cafeteras calentaba el ambiente. Pagaban el precio de un café y obtenían a cambio un escritorio y una silla en un rincón tibio, tal vez un poco de música y el barullo de fondo, algunos escotes para mirar, el olor de la mantequilla fritándose en las sartenes, la luz eléctrica. Y cuando se hacía de noche podían seguir escribiendo.
Siempre supe que los chinos podrían sacarme de un apuro. No tienen prejuicios, no hacen preguntas. Caminé desde el centro hacia el Mercado Norte y fui mirando las vidrieras con cuidado. La gente es desconfiada y yo también necesito serlo a veces. Cuando encontré el lugar adecuado para hacer mi pedido lo supe en el primer instante. Sobre la puerta se exhibían esos móviles de metal que tintinean y tienen mariposas o frutas de plástico de colores pastel. Cosas hermosas. Si no fuera uno de esos bichos que calculan utilidad/espacio, tendría millones de figuritas fosforescentes y adorables. Tras un pasillo largo enlozado con vinílico rojo y manchado de gris estaban un viejo chino y un joven que sin duda era su hijo. Me asomé por la puerta tratando de no tocar las campanitas, fingiendo ser solamente otra curiosa de los arcoiris, pero nueve milenios de cultura no corren bajo la piel sin que uno los distinga y en seguida el viejo tocó el brazo del joven y me señaló con la mirada. Entonces entré. El joven se alisó la camiseta y se frotó las manos frías. Esperé un En qué le puedo ayudar nacido en mi hábito mexicano pero en vez de eso recibí un seco Qué necesitaba. Es difícil contestar esa pregunta ya que además de suponer que la necesidad quedó en el pasado, lo que en realidad necesitaba no era fácil de plantear. Un poco de orden cerebral y alguna frase, aunque sea una letra que sirva como para pescarse de ella y tirar la línea. Fui clara aunque solté información que a los chinos les pareció absolutamente innecesaria. Sólo los occidentales en nuestro afán de separarlo todo, explicamos esas mamadas. Vengo de México y tengo unos dólares. En la casa de cambio no me los quieren cambiar porque están marcados. Tomé mi mochila, saqué mi billetera y los busqué para mostrárselos. El viejo me hizo con la cabeza una seña de que me acercara al mostrador y el joven me siguió, mirándolo todo por detrás de mi hombro. Mire ¿Ve? Tienen estas marcas. Los puse sobre el vidrio y los extendí en un abanico. El joven pasó su brazo por arriba mío y levantó los billetes. El viejo hizo las preguntas ¿No te los cambian? No, le dije. Hubo un silencio. El joven miraba los billetes contra la luz del foco. ¿Por esas marcas? Sí, contesté. Y sin decir nada los tres comprendimos que el mundo funciona de una manera idiota, que el sistema bancario es una mierda y que cien dólares son cien dólares aquí y en China. Mucho. El joven le entregó los billetes al viejo. Como ya habían pasado el control de calidad, el viejo sólo los contó. Acercó la calculadora y me preguntó ¿Tres con ochenta? Sí, le dije. 3.80 x 160 =. ¿Cuánto es? le pregunté. Seiscientos ocho, dijo con su voz filosa. De bajo de la registradora sacó una caja de latón con una llave, la famosa caja chica. De la caja chica sacó un fajo de billetes de cien, lo sostuvo entre sus manos y con la agilidad de un insecto, utilizando sólo el pulgar, hizo pasar seis billetes que puso sobre el vidrio. Los demás los guardó, puso el cerrojo y devolvió la caja a su sitio. El joven buscó en sus bolsillos y puso encima del otro dinero los cinco pesos y la moneda. Mi billetera vieja, que había quedado parada sobre el mostrador como un pequeño biombo, es china también. Cuando mi hermano me la trajo de San Francisco tenía un olor espantoso, como si hubiera cruzado el Atlántico metida en una lata de arenques en aceite. Un año entero estuvo en tratamiento adentro de un cajón de madera de pino y tapada bajo una parva de paquetes de incienso Shalimar. Eso la curó, tanto que todavía se le siente el aroma oriental y la misma esencia rancia de antes ayudó a fijar la nueva. La tomé y puse adentro el dinero con cuidado mientras el viejo sonreía ante la imagen de la geisha que toca una flauta de bambú, pintada en el plástico desgastado de la billetera. Abrí mi mochila, acomodé lo que había adentro y me aseguré de cerrarla bien. Dije buenas tardes y muchas gracias. Buen día, me dijeron. Y cuando salí golpeé las campanitas con la mano.
Después del deal caminé por la calle mientras hacía cuentas: todavía queda comida en el refrigerador. Dos litros de leche, un paquete completo de yerba, fideos, un par de huevos, un pedazo de queso, una papa. Hambre no voy a pasar. Las fiestas y el alcohol, la vida de la noche… Me gusta pero no me interesa mucho ya… saldría a bailar un drummandbass furioso si tuviera la oportunidad de hacerlo. Sudaría, tomaría whiskey y fumaría pero no hay en la agenda nada que se le parezca a mi ideal de una gran fiesta y las mejores fiestas a las que he ido las he tenido que organizar yo. Ya no tengo ganas. Lo que más gusta es bailar y mi música favorita la escucho todos los días encerrada en mi habitación. Brinco un poco mientras doblo la ropa limpia. Además emborracharse bajo un techo prestado y turbio cuesta dinero. No voy a necesitar dinero para ir de fiesta -la fiesta la llevo dentro- VAMOS MÉXICO!!!! Mientras multiplicaba dólares por tres sabiendo que es mejor así porque siempre sobra, sumaba el puto dinero y lo transformaba en vida, cosas, en tiempo y libertad. Hace ya un par de meses que perdí un estuche con mi pluma fuente, plumines de colores y un USB que me sacaba del apuro porque también era chino. Me había costado un dólar. Y desde entonces lo único que había extrañado de esa bolsa llena de objetos eran los matices del trazo de mi pluma y su tinta azul, los colores de los carteles de neón guardados en mi bolsillo. Entré en una papelería muy bonita y compré una pluma fuente nueva y una caja de cartuchos de repuesto de tinta azul. Había una Pelikan de 25 pesos y esta, china, de 5. De verdad me cuesta trabajo entender cuál es la diferencia entre una y otra. Y además había de todos los colores!!!! Elegí una con la tapa verde. Ahí en seguida le puse un cartucho y en un instante estaba estirando una hermosa, líquida, gruesa línea por la hoja de papel que me dieron para probarla. Compré también una Bic azul común y otra azul turquesa y fui feliz. Sólo me quedaban plumas de tinta negra y escribir se vuelve frío, aburrido y necio. Seguí caminando y pasé por la librería de Don Rubén. Uno de esos lugares que en mis sueños más salvajes debería de ser la sala de mi casa. Los libros y sus ediciones más lindas, mejor traducidas, hermosamente encuadernadas, están todos ahí. Miré primero la vidriera. Don Rubén, sin zapatos, se paseaba metiendo la panza por ahí dentro para reacomodar un libro en su sitio. Cuando me vio, salió de entre la mampara para recibirme. Me preguntó si no tenía frío y me hizo pasar, como quien te da permiso de pasar a su casa y me sentí bien de uqe me recibieran de ese modo. Adentro no hacía frío y de pronto Henry Miller y los flaneurs que lo antecedieron desfilaron por atrás de mis ojos. La ociosidad. Montainge tiene un ensayo que se llama así, en el que delimita muy bien la frontera entre hacerse pelotas en la entropía de unas vacaciones interminables y el dulce gusto de utilizar el tiempo para sentarse en un lugar cálido a leer un libro. Don Rubén me dio tres besos en el transcurso de mi estadía. Tres. Me dijo que volviera cuando quisiera. Siempre lo hago, pero es lindo saber que uno es bienvenido. Incluso un chico que atiende ahí, que siempre pensé que tenía una cara de culo incoherentemente vinculada con su espacio de trabajo, me sonrió y me dio la mano. Se llama Leo. No le hice una broma acerca de eso porque supongo que debe tener una especie de hit counter en el cual suma las veces que alguien le ha hecho la misma observación obvia. Pero no deja de ser gracioso. Compré la edición más barata del Lunar Park de Bret Easton Ellis. Busqué 1984 de George Orwell pero en realidad ese es el tipo de libro ideal para buscar en una librería de usados y pagarlo a siete pesos. Lunar Park costó 20 es una edición de tapas duras y con una traducción bastante decente de editorial De bolsillo. Estuve mirando los libros de Miller, pero eran caros. Hablé acerca de eso con Don Rubén. Son bonitos pero en realidad es una edición barata, me refiero en cuanto a la manufactura. Estuvo de acuerdo conmigo. Y en realidad me contó que se respetan mucho los precios que vienen de España y que aquí había una especie de cámara de libreros que establece un precio mínimo. 63 pesos el Nexus… me sudaron las manos cuando lo sostuve, pero no tenía dinero. Después de todos mis besos y mis vuelva pronto enfilé para la parada del camión, sabiendo que antes tenía que pasar a un kiosco y comprar una tira de cospeles. Prefiero comprar muchos de un tirón y así me puedo administrar mejor. Prefiero gastar todo el dinero en un día y darme todos los lujos y cubrir todas mis necesidades y comer salchichas durante el todo el próximo mes que sostener una mediocridad estable.  Otro día, robé el Nexus de una librería en la que querían cobrármelo 75 pesos. Los chinos lo entenderían. Y cuando llegué a mi casa lo firmé estirando una línea firme de tinta azul. Lucía Malvido F. 2010.

martes, 8 de abril de 2014

Motorama

La obra habita en tres dimensiones y el diálogo pasa de una a otra de manera arbitraria. Realmente benigno es el estado que uno adquiere cuando se puede reír de las cosas en un acceso involuntario.
Yo soy así, dice Motorama. Fumo porro y me gustan las tetas. Me gustan las teteras, las ateas, las televisiones. Los vídeos. Al Open Documents le parece correcto escribir videos con acento en la í. Motorama toca una canción post apocalíptica, con campanas y una voz que dice “ya no puedo esperar”. Grita a voces que ya no puede esperar. Se puede sentir la desesperación, como en un capítulo de Los Simpson. Un montón de música ranchera, hebillas por todas partes. Botas de lluvia, de cuero negro, altas hasta la rodilla. Se adaptan a todo. Una vez estuve con un cabrón que subió la pirámide de Cobá calzando botas negras cosidas con hilo blanco. Piel de cocodrilo. Puntiagudas y negras. Tres o cuatro talles más sobresale esa punta hacia adelante. “Ya no quiero estar muerto”, dice Motorama. De pronto parece un freak show, un montón de personajes que se perciben oscuros por el entorno en el que están. Tengo una novela que se llama La estrategia del dominó. Se la compré al Ema en la feria de la esquina. La estoy comiendo como si fuera un pedazo de jamón serrano, a pequeñas mordidas en la trastienda. Tiene muy pocas palabras, tiene párrafos perfectos, y de pronto la canción aleatoria dijo algo acerca del dominó, con lo lejos que estamos de las cantinas en las que estallan las fichas sobre la mesa con el sonido de un piano. Vamos a jugar al dominó.
Si me concentro bien, no saben lo lindo que es estar aquí. Todas éstas cosas que te atraviesan, no tener idea de nada y poder despreciar (des-preciar, no cualquier otra cosa) las ideas. Intercambiarlas. Descreerlas. Sacrificarlas en el absurdo del sacrificio. Si sigo aquí seguiré fumando, consumiendo bebidas, quemando balatas; tan preciado es el “no se usa”. Otra vez la música grita: No voy a dejar de ser el mismo de antes. La canción tiene sin duda un tono profundamente cómico. La melancolía, incluso, entra hacia el final de la canción: una especie de marcha épica con un coro de hombres prehistóricos.

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Al final fuimos, volvimos y yo me quedé en casa. Mi compañero se fué de nuevo porque no puede estar quieto y quizá también porque sólo hay una computadora y tengo una especie de derecho divino sobre ella a estas alturas, ya que el archivo .odt sigue abierto. Hace rato le dije que no quería recibir a nadie pero aflojé un poco. Si vuelves con alguien, dije, que sean los children, children de la casa. La pura banda nomás. Así sí me late. Seis carnales repartidos espalda contra la pared, vasos de cerveza y ceniceros por el suelo. Nadie patea nada, todos comparten o autistean libremente de una forma en la que los demás no nos sentimos inhibidos: ponen música, revisan un libro, hablan sobre mascotas con largos silencios entre medio y chocan los vasos prácticamente cada vez que los rellenan, aunque a veces no dicen salud o no alcanzan a hacer contacto, más que un gesto desde la pared de enfrente, dice Estoy aquí, te percibo, sé que yo soy tú y tú eres yo, algo por el estilo. En el bar de la esquina hay una fiesta trash. El recinto es una especie de jaula muy grande para monos que no tienen más que una sudadera más o menos buena y hasta hace un rato se escuchaba a algún pendejo rimando un dubstep horrible que me hizo alegrarme de estar en mi casa escuchando glitch y tomando jugo tang alternado con cerveza. Tampoco querría que en cierto momento de la early morning se mudaran al living de mi casa después de haber dejado el mayor porcentaje del estilo en la fiesta de la esquina. Hace frío y en casa hay una sopa caliente. El piso está limpio. Me van a saltar con Joaquín Sabina y chicas que caminan mal sobre sus tacones. Ya no puedo soportar la cruda moral que me queda después de ese tipo de eventualidades. Cuando me olvido de ello, pasan algunos días sórdidos, nublados en lo interior.
Vuelvo, como vuelvo a este archivo que hasta ahora había quedado tan breve como se lee atrás, vuelvo a escuchar los discos antiguos en formatos nuevos, vuelvo a hablar por teléfono a mis amigos, vuelvo a hacer agua la boca al enunciar las comidas que más me gustan, a encender un cigarrillo, a tramar cómo es que sigue este libro de apuntes inconexos sobre lo que me acontece. El paradero de todo que finalmente no resulta en ningún punto, a pesar de lo que la luna nueva y todas las oscuras noches puedan figurar. La completud de lo que sea que consigue llevarse a cabo, algunas veces totalmente fallido y cabo de miedo, de imprecisión y descontento, de preocupación imbécil y desconfianza.
Algunas otras cosas no consiguen avergonzarme por más que alguna gente sigue aconsejándome que no me exponga a ello. Hoy Romi tomó una foto en la que al margen derecho salgo con mi cara de síndrome de down riéndome de un chiste sobre heavy metal y cantos gregorianos, una estampa de incalculable valía. Será que me pretendo mucho más interesante de lo que en realidad soy ya que he pasado larguísimas horas jugando Ms. Pacman y Tetris debajo del escenario del teatro Rafael Solana o en las madrugadas de dial-up connection, dieciséis años y ninguna preocupación relacionada con los conceptos cansancio ni descanso.
Vuelvo a buscar las bandas viejas y sus discos nuevos, qué cosas tienen para decir ahora y cómo es que justifican su tránsito creativo, su seguir adelante o empezar de nuevo los ilustradores, los pintores, los conocidos. Y al parecer es difícil integrar lo nuevo, terminar por hacerle caso, aunque hay apariciones que, sin duda alguna, desde el comienzo se conoce serán insalvables. Un día en la fila del café te pones a charlar con alguien que veinte minutos después comparte la mesa contigo, cuatro horas más tarde te entrega un papel con todos sus datos y dos semanas después tienen un proyecto en común, se buscan para reunirse, empujan y vulneran las líneas del tiempo y del espacio, de lo convenido y de lo previsible para hacerse un lugar que, tal parece ahora, les era propio y compartido de antes de haberlo hallado, como si más bien fuera algo que hubiera quedado un tiempo extraviado pero cuenta como si hubiera estado ya, sido, prosódico en su exactitud, ya detallado en sus márgenes y tildes, ya determinado en su gigante alcance y en su íntima y meticulosa amabilidad. Benditos sean los encuentros entre nosotros.
Estás aquí, he dicho. Hemos recorrido éste camino. Me considero afortunada de seguir aquí a tu lado, gracias a ti o a pesar de eso. Lo que tenemos es un cuerpo. Somos cabalmente alguna otra cosa que llamamos de múltiples formas equivocadas. Lo que llamamos es exactamente y sólo una forma, una estructura, cualquier nombre le iría bien mientras responda a ese acomodo arbitrario; lo que se encuentra en el vértice, la punta misma, el ápice apenas distinguible, he ahí el producto del que está hecho el hombre, la vida en sí, aquello que nos reúne y nos hace sentir que esa unión existía previamente.
Quedó sonando una lista larguísima de la discografía de Mouse on Mars. Hace más de diez años que conocí esa banda y aún me asombra. Cuando escucho algunas de sus obras, ya sea los tracks sueltos o discos completos, siento como si fuera testigo de algo que le ocurrió al mundo en un momento como si nunca antes hubiera acontecido algo paralelo o equivalente. Cómo es que la música se puede fragmentar, sintetizar y comprimir de tal modo que sus componentes básicos sean reconocidos más por una especie de función que cumplen que por la verdadera y codificable emisión de sonidos. Si tuviéramos que escribir una partitura de algunas composiciones, tendríamos que hacer una especie de efecto lupa sobre el pentagrama, como una congregación de semifusas abigarradas, tátara-tátara fusas que no tienen nombre ni puesto alguno dentro de la escala musical porque cuando nuestra civilización descubrió la polifonía sólo podía contar hasta algún múltiplo de siete con apenas dos cifras. Escuchando música clásica he podido sentir cómo es que éstos hombres con dictado en negras dentro de su cerebro pudieron encontrar, en la tesitura de cada instrumento, las sugerencias de éstas frecuencias de las que hablo, esos sonidos que yo pude entender solamente a partir del manejo o la observación a la que tuve acceso cuando descubrí las máquinas, primero eléctricas, a luz, a pila, y luego electrónicas. Las fuentes se volvieron variadas. Vínculos, redes, chupones y mangueras que canalizan átomos en movimiento, dispositivos que, a través de ese movimiento inevitable, transmiten.
Siempre supe que la música era una parte importante del todo. La música te acompaña, y jamás te hace sentir más solo, excepto a través de tu cabeza que funciona por antonomasia y encuentra en la proximidad de lo pasajero la melancólica posibilidad única e imprevisible del duelo.

viernes, 28 de marzo de 2014

Usar las armas justificadamente


La Luna es como una madre. Estuve ahí hablando con una de sus mitades e incluso lloré. Todavía no llegan las últimas semanas de diciembre en las que lloro todo el tiempo como si realmente hubiera algo que se termina para dar lugar a lo que vuelve a empezar. Vuelve a empezar, dando la impresión de que existiera la posibilidad de tomar fuertemente entre los dedos el hilo de una cometa y hacerla bajar nuevamente al plano plano de lo inanimado; hacer que las cosas vuelvan como si eso fuera posible. Llegarás a extrañar todo lo que alguna vez conociste. Transitarás entre el ansia y la angustia, la astilla en tu carne que no puedes encontrar, la lámpara al final del cable cuyo extremo no encuentras en la oscuridad. Dónde mierda está el enchufe. 
Así es la vida, dijiste y me acariciaste la cabeza. La mascota del equipo. La multitud de chicos con uniforme de fútbol que bajan la pendiente todas las noches a cierta hora y no sabemos de dónde vienen pero podemos presumir que de jugar al fútbol. Qué vanguardistas que somos, sobre todo cuando contemplamos a los demás bajar la pendiente. 
El río también viene de bajada, aunque siempre parece que se fuera. Ocurre que el lecho del río retrocede: si el avión está en movimiento o no, si es éste tren el que se va de la estación o más bien es que aquél está llegando. Quiero tener una alfombra voladora y el calefón se transforme de una vez en un cohete. Guardar veinte mil dólares adentro del horno y quemarlos en una guerra de pasteles y bombas de crema (de paso, hacer arder a todos los vigilantes).
Hoy es una llave o una ficha. Delimitar sobre la mesa el espacio que ocuparía cada una de las cosas a jugar ahí. Qué tontería pensar que lo que uno pone realmente tiene una forma material. Qué tontería creer que uno ha perdido algo que nunca formó parte del único cuerpo que será nuestro en esta vida: este cacho de carne con piernas gordas y abundante pelo. Gran problema la confusión ante el parecer del otro ya que, como dicen los muertos vivientes, a lo profundo le encanta el disfraz. Ya no me hables más de todo lo que te molesta de mí porque hacés que sean mil y una las voces que me distraen. Cuando digo que no me voy a distraer más, sólo tengo en cuenta ésta hora y éste lugar; la geografía y el reloj de los antiguos navegantes. Quiero llegar. ¿Cuánto falta?
Tengo que escribir más de lo viejo. De esas tardes encerrada en un cuarto de hotel, mirando desde el balcón a las niñas bañándose en el mar sin camiseta ni sombrero ni bloqueador solar, jugando con una pelota grande de todos los colores, batiendo el pelo plástico de una muñeca en el fondo marrón de una pila cavada en la arena y llena con el agua de las olas que van y vienen. El sonido del mar que va y viene y pide silencio al despertar de ese sueño de fiebre del que despertaba. Quiero dedicar este tema al Sr. Beethoven que utilizaba ese horrible peinado gracias al cual el día de hoy me siento como un músico alcohólico, sordo y maniaco depresivo. Podría hacerme un favor y detener toda esta política de cuarta para raparme la cabeza y, al menos en la superficie, conseguir un poco de prolijidad. Estúpido Ludwig Van. No escuché bien lo que dijiste, pero córtame el pelo o la cabeza toda lo más prolijamente que puedas, tú que perteneces al género de los que pueden usar las armas grácilmente, piadosamente, justificadamente.
Ésta es la historia sobre mi vida que me invento. El poeta -que como ya era casi, se puede decir, viejo, entonces era un poeta- daba clases en un diplomado de escritura creativa. Era el último curso de la noche del viernes y el aula siempre estaba nutrida de alumnos. El viejo (poeta) era riguroso con las asistencias.
Entre los que atendíamos había una chica gorda de labios y cabellera gruesos, nutridos como se dice. Su voz era como la de el brontosaurio de una caricatura y su risa como la de  un vikingo borracho y somnoliento. Tenía un nombre horrible que no puedo recordar y era absolutamente cargosa y molesta. Siempre evadí interactuar con ella con excepción de una vez que ocurrió lo menos pensado para mí que soy tan sorprendible sorpresable... esa palabra no existe y la línea roja que la máquina traza debajo me lo recuerda porque a ella nada puede sorprenderle, contrariamente a mí. Ocurrió que un día la gorda -y miren que yo misma he sido y en ocasiones todavía me siento una gorda- llegó a la escuela con un morral de mezclilla gigantesco y sucio, lleno de libros y me dijo que los había traído para prestármelos. Yo me quedé estupefacta. Como soy tan pelotuda para resumir en una palabra lo que realmente soy, no pude decirle nada aunque tampoco le di las gracias. Intenté comprender a través de dos o tres preguntas confundidas por qué carajos es que ella había pensado que yo quería leer sus libros, esos, los suyos, encima de que yo casi nunca tomo prestado un libro porque alguna vez presté uno muy precioso y no volvió jamás y prefiero evitar hacer a los demás lo que no me gusta que me hagan a mí.
Aquí podría hacer un paréntesis (pero no me gustan mucho los paréntesis) ya que al escribir esa última frase me puse a pensar en el estado en el que estuve hoy y los “motivos” que a veces tengo para actuar marginándome a mis expectativas de los demás. Hoy me fui a ver una película alemana increíble al museo y eso era lo que quería hacer pero quería hacerlo acompañada y en realidad hubiera dejado de hacerlo si es que hubiese recibido una invitación de la persona con la que quería estar para hacer algo con ella. Pero la invitación no llegó y al contrario llegó un mensaje cruzado con una llamada mía que decía que nos veíamos después. Yo me ardí bastante, aunque ya había decidido ir sola. Al final me alegro de haber hecho lo que yo quería aunque me pregunto si lo hice porque lo deseaba o para hacer sentir mal a esta persona, cosa que sería nada rara pero muy absurda de mi parte ya que a esta persona le chupa un huevo lo que yo haga o deje de hacer para disgustarle y todo esto viene a que muchas veces cuando estaba con los sujetos 1 y 2 principalmente, sufría desde mi costado de esta misma actitud aprensiva y posesiva que ahora tomo yo, pero lo que es cierto en este caso y en aquellos no me consta que lo fuera, es que yo auténticamente tenía ganas de pasar la tarde con esta persona, incluso se lo dije desde temprano, motivo por el cual me ardió quizá el doble que no me invitara a pasar la tarde con él, me excluyera de sus planes y ahora mismo no respondió a mi mensaje en el que le ponía que había salido del museo y que si quería, me dijera dónde podía alcanzarlo, con lo que tomé el camino a casa, pasé por el almacén de los santiagueños que queda, según creo, justo debajo del viejo departamento donde él vivía con su ex novia, y compré dos cervezas de las mejores que encontré y un litro de jugo de naranja que pensaba servirme con el Campari que él trajo la vez pasada y que ahora bebo de un vaso sudoroso de líquido color Conga, como los que servían con hielo seco en el restaurante Mauna Loa al que iba con mi familia cuando era muy pequeña. Traían un copón con hielo seco. No hay nada que pueda hacer a un niño más feliz que humo limpio. Es por eso que aporreo este teclado con furia, ya que también había quedado un poco doblado en un papel la vez pasada y bueno... es lo que hay. Fumo un cigarrillo armado de sabor vainilla de un tabaco danés que compré la vez pasada y me ha durado mucho porque estaba realmente bien almacenado y yo le puse una gruesa peladura de cáscara de limón. El olor que le queda es como de repostería. Me voy a armar otro con una cintita de maría.
La cosa es que la gorda me trajo todos esos libros y después de mis dos o tres preguntas zonzas por las que evidentemente recibí respuestas aún más bobas, tomé la bolsa por las dos sucias asas y era pesada, y suerte que mi viejo pasó a buscarme en el auto y llevé la bolsa a casa. Jamás revisé su contenido y un día, un mes o dos después, mi papá me condujo otra vez a la escuela y llevé la bolsa tal cual la había recibido. Cuando la tenía en casa estorbando ahí como una glorieta, cada vez que tenía que moverla pensaba que la bolsa era como una encarnación simbólica de esta chica, grande e innecesaria, imprudente, estorbosa y demasiado confianzuda, sobre todo eso: imprudente.
El viejo poeta (en adelante Profesor Conchita) dictaba una importante clase que basaba en su valioso criterio, en la que urdía los antecedentes de la poesía contemporánea solamente tras el análisis de la obra de Rimbaud, seguido cronológicamente por T.S. Eliot y después le daba la batuta a Pablo Neruda. Cuestionable, sí, pero realmente revelador. Explicaba el Profesor cómo era que estos tres gigantes habían realmente clavado un gol en la literatura de su época, quedando para siempre a la vanguardia del golpe seco de la palabra, de lo que nuca antes se había contado o dicho de ese modo, del retrato, esa increíble representación de fuerza humana y de sensibilidad y agudeza extrema, de valentía, honestidad y franqueza de la que éstos hombres fueron capaces. Hablaba de ellos como se habla de los guerreros, de Platón o de Maquiavelo. La tonta anécdota que inspira esto son sólo dos palabras dichas por el Profesor Conchita en un momento de gran tensión que se había generado cuando él leía una traducción de su propio puño y letra del poema Waste Land de Eliot. Una, dos veces la gorda Zita (ahora recuerdo su nombre) había sido pescada hablando y se le había pedido, no sólo el profesor, sino también nosotros los alumnos, que por favor guardara silencio, quizá de ese modo educado o de otro más escolar del tipo SHHH!!!! o guey, ya cállate. Pasaron, como he dicho, una, dos, tres y quizá hasta cuatro veces en las que todo fue interrumpido (el Profesor Conchita cortaba su lectura y miraba fijamente al frente. En el blanco de sus ojos podía verse la sangre que se iba condensando y los tirantes tendones de su cuello lo hacían ver más ancho, como un reptil al acecho) hasta que la última vez que esto sucedió, el excelente poeta Jaime Augusto Shelley, bastante misógino pero eso no tiene que ver en esta ocasión, pienso yo, dijo con una voz como la de un león sometido.- ¡Cállate ya, EstÚÚÚpida MujJeEr!

Tuve ese sueño en el que en el entronque de Malagueño había mucha gente esperando el colectivo. Era el mundo del futuro. La fábrica se veía en el marco del cielo. Era invierno y la gente llevaba trajes de piel de animales. Era de noche y las luces de la ciudad (además de quizá, luces provenientes del mismo cielo o de otros lados) hacían que la atmósfera se viera anaranjada y azul oscuro. Cuando le conté el sueño a mi mamá, le dije que era gente que estaba esperando llegar a alguna parte.
También ese otro sueño en el que había un pino gigantesco en un entronque o glorieta del norte de la ciudad de México. “Los pinos” se llama en mi mente. Es un lugar parecido a muchos de la zona de Santa Fe e Interlomas, pero a la vez no lo conozco. En el medio de una glorieta, entremedio  de una calzada de muchísimos carriles por los que transitan los autos con las luces anaranjadas encendidas, asciende un pino delgado como una espiga de 25 o 30 metros de altura. También todo transcurre de noche y es medio postapocalíptico. Había esta especie de vecindad (el mismo pasillo en el que ocurre todo) y yo entraba en una casa que me parecía sorprendentemente lujosa. Adentro vivía una anciana que bebía un “anís chino” con un vasito realmente pequeño, con la forma de un matraz. Recuerdo que después no sabía muy bien cómo podía salir de ahí. En la glorieta del pino, que es como en la salida de esa ciudad, pasaban muchísimos automóviles y camiones de pasajeros.
Y ayer en un descanso como de una hora que hice llegando de La Calera, como a las once de la noche. Fue como una figura o impresión más que un sueño y la palabra impresión ahora me resulta bastante precisa. Las cosas tangibles o concretas perdían su cualidad material y se volvían como un negativo de la materia: quedaba sólo la impresión de su forma volcada en una especie de ectoplasma de color blanco traslúcido, exactamente como en el negativo de una fotografía. En la imagen yo sabía que lo tangible se guardaba o estaba realmente contenido en otro lado del que apenas alcancé a tener un asomo, como un globo gigante que, ese sí, era de un blanco sólido. Una esfera blanca, rígida como si fuera un mundo.

Terminé de leer La novela luminosa de Mario Levrero. Así como alguien dice en una de las solapas del libro, no quería terminarla. No sé qué hacer ahora. Tendré que conseguir otro de sus libros. Traigo cargando desde hace bastantes días el Diario argentino de Witold Gombrowicz pero no le he puesto casi nada de atención y sólo llevo leídas unas veinte páginas. Estoy segura que me va a enganchar, pero ahora todavía estoy demasiado encantada con el efecto de la novela luminosa. Al final, en la parte de la novela, Levrero dice que la lectura de Kafka le ayudó a darse cuenta de que podía escribir sin necesidad de escribir bien y que eso lo impulsó a animarse a arrancar con su carrera. A mí me ocurrió eso con Levrero y los puntos de encuentro son tantos que me parece como si hubiera sido un acto de magia toparme con su libro. Esto ocurre gracias al impulso que él me ha dado. Desde septiembre que he escrito esta especie de diario, mil veces desorganizado y desestructurado, al que no sé cómo le voy a dar forma si es que alguna vez encuentro que vale la pena de ser publicado o que termine por conformar un libro también. Pero ya es un avance, que por lo menos con una frecuencia mayor que la de antes me siente aquí y escriba... sin poesía y sin inspiración a veces. Sin nada de nada más que algunas anécdotas del pasado y las vivencias más inmediatas de lo que me ocurre. Me gustaría tener personajes bien trazados y nombres bellos y representativos para cada uno de ellos. Me gustaría que esta novela ocurriera en un futuro no tan lejano, como la ciencia ficción más hermosa o la literatura más sorprendente, pero apenas ahora encuentro que las sorpresas no son, justa y obviamente, lo que uno cree ni podrían estar en los lugares que uno las aguarda porque si uno espera una sorpresa, ya no podría existir como tal. 
En La novela luminosa, el último capítulo se llama primera comunión. Esto realmente me dejó perpleja ya que no con poca expectativa y pretensión de mi parte, creé una carpeta entre mis documentos escritos de la computadora que se llama Novela Lúcida y ahí metí un par de cosas viejas y no tanto que desde que comencé a escribirlas en su momento (el año pasado), me pareció pertenecían a un género o tenían ciertos rasgos distintos a otras cosas escritas por mí y conservaban un aliento más largo, imposible de cortarse a diferencia de una crónica o un relato los cuales siempre me dictan un final claro. Dentro de esos cerca de quince documentos hay uno que escribí cuando vivía en la pensión que se llama comunión.odt 
Abro el documento y empieza con la siguiente especie de cita, extraída no textualmente pero casi, del libro de Douglas Coupland que se llama Todas las familias son psicóticas. Hace poco le hablé de él a J cuando me preguntó qué sucedería en caso de que yo estuviera embarazada y le dije que vendería al bebé por miles de dólares, como en ese libro, y seríamos ricos.
Ayer fue día de muertos. El documento comunión.odt empieza con éste texto.

- Pues haz como si estuviéramos muertos, ¿vale? Podemos decirnos lo que queramos. Podemos preguntarnos lo que sea. ¿No sería genial que la vida fuera así?
- Los dos... muertos..., ¿así de fácil?
- Sí.

Douglas Coupland,
Todas las familias son psicóticas

jueves, 6 de marzo de 2014

Cuaderno de Actas, 2010.

Otra vez la pluma tiene tinta y el cuaderno es nuevo y pretencioso. Quisiera que pronto esté lleno de letras. Que se puedan pasar las hojas rápido como las de un libro y ver sólo un montón de palabras seguidas de otras, y de vez en cuando una mancha, un dibujo, una estampa o la cicatriz de una hoja que falta. No espero más contar una historia que nadie conozca ni descubrir el poema que guarde los latidos del infinito en sus sílabas. Ya sé que mi prosa no teje mundos imaginarios casi nunca ni puedo inventar personajes que entrañen el alma en su figura más que cuando el invierno es muy frío, cuando me siento muy sola. Sólo me queda aflojar la mano y conformarme con que hace algunos años mi mayor deseo era multiplicar estos sígnos en el papel, que surgieran sin control para siempre y hacerme vieja sentada frente a un escritorio y que los demás digan Ella es escritora. Lleno estas páginas con ese deseo porque bastaron simplemente unos pocos años para enseñarme que era más fácil de lo que yo creía: empezar y no detenerse.
Ojalá esta historia, si es que se la puede llamar de ese modo, persista para siempre. Que no encuentre su fin sino en el punto que se coloca para empezar con otra oración. Que el género se cante por sí mismo sin que yo tenga que determinarlo ya que no existe la muerte ni el olvido ni nada que sea mudo. Siéntate cerca con tus huesos de cristal y tu sangre negra. Yo voy a decirte cómo es que te pareces al mundo, lo bueno y lo malo que han dejado de alejarse en direcciones opuestas y únicamente tienden hacia un punto en el abismo. Si te colocas ahí por un instante -no soportaremos mucho más que eso- podrás contemplar la belleza.

miércoles, 26 de febrero de 2014

El Rey Del Pasto I

“Éste es el Cordero de dios que quita el mundo del pecado,
La Comunidad del Gatillo” dice El Rey Del Pasto envuelto en una funda de poliuretano negro
con su corbata de lana
y su corona de pasto, cobijado por el municipio del estrellato,
entre bloques de hielo seco
recita una sambita. Ademanes.
Taconan sus membranas aladas al lado, la vecina en lo alto
no usa bombacha,
se sonrojan. Los tacones de arriba. Se chupa los labios mas el techo es trellado
y de cemento
y se la baja.
El Rey no se equivoca, grita “¡Alfredo!”
Abordo de una silla de ruedas automática viene al palo
por el corredor un viejo gringo,
una botella en cada mano,
le tira un bourbon entero cosecha 1917 y otro 1984 entre las pelotas al Rey Del Pasto
y le ofrece bombones, platos de besos robados. En el Hotel Centurión los platos de porcelana
barata
son blancos pero tienen un sello
verde tirolés
como el pasto, con la vela de una goleta
La Victoria grabada entre doce enormes tentáculos, el oleaje se crispa a los costados.
El capitán gatilla su arma y se vuela la cara de un plomazo,
y antes de sumergirse en las profundidades alcanza a ver la bitácora batida de sesos y larvas de parásito,
se mira boquiabierto las mandíbulas,
los dientes blancos,
sus raíces, nervaduras extirpadas,
el sabor del agua salada
y se despierta. Ríe. Dice en voz alta “El Rey Del Pasto. Qué condenada resaca”.
Desayuna con pan, cerveza de malta, se lleva una banana a la cama y La Victoria lo arrulla. En esta ocasión el capitán sueña sólo
-o casi- nada.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Día uno, Mario Levrero


Ayer gasté cien pesos en productos de belleza. A la salida de la farmacia pensé No sé si estoy deprimida o enamorada. En realidad no importa porque voy a quedar más linda. Además sí estoy enamorada, de un chico y de una chica. El sólo hecho de pensar que existen, me produce la necesidad de sacarme todos los bigotes y querer pegarme un tiro de sólo imaginar la posibilidad de volver a ser gorda. Tampoco estoy haciendo nada al respecto, pero creo que no podría soportarlo. Tal vez agarre otros cien pesos que tengo guardados en el cajón del buró y me vaya a un gimnasio muy decadente que está aquí a un par de cuadras, esta misma noche, me enchufe un par de audífonos y me ponga a sudar como una zorra todo lo que aguante arriba de una bicicleta fija (por lo demás, no creo que sean más de veinte minutos. En mi imaginación logro estar ahí una hora y dentro de cuatro meses soy una perra increíble a la que nunca jamás su novio soñado tendría ganas de abandonar). Ojalá realmente ocurrieran todas esas cosas que imagino. Casi todas dependen exclusivamente de mi capacidad de determinación. Esta misma estúpida y totalmente hueca nota surge de la idea de no dejar pasar un día más sin sentarme a escribir lo que sea. Lo que sea. 
El jueves pasado fui a cobrar un cheque a la Secretaría de la niñez por el proyecto que estoy haciendo en la cárcel de menores y en La Calera y a la salida pasé por la librería del Palacio Ferreyra; un lugar agradablemente mamón y mal surtido que está en uno de los lugares más fancy de la ciudad. Dan ganas de tener un lugar parecido a ese sólo que en otra zona más común y con un mil por ciento extra de onda que un lugar administrado por burócratas jamás tendría. Pero realmente la idea del café-librería es arrogante y exquisita, por más que uno odie la imagen de un idiota de pelo lacio, flequillo y boina fumando pipa, leyendo y tomando un café, aunque si el lugar es lindo realmente dan ganas de sentarse ahí también uno. De ser el dueño. Servir cerveza tirada y hecha en casa, unos bocadillos increíbles, postres de flotación y café de todas clases. Todo hecho con sumo amor, todos los libros ordenados de manera prolija y comprensible, no demasiados volúmenes sino ejemplares preciosos que puedas pedir favor de sacarles el envoltorio y sentarte ahí en un sillón restaurado a hojearlos en pose, fumando y comiendo deliciosamente, emborrachándote tranquilamente, solo o con amigos... oh qué lindo sitio. Pasé por esa librería a la que nunca había entrado. Tienen un gran surtido específicamente de libros infantiles ilustrados, género que no soy muy adepta a comprar pero que disfruto mucho de admirar. Quizá los libros más bellos de todo el mundo sean de este tipo, novelas gráficas y esas excepcionales ediciones españolas o australianas que tienen incluso texturas y volumen, éxtasis puro para el ojo de un simple mortal que viene a tomarse un café. Pero no me detuve mucho tiempo en eso porque tenía muchísimas ganas de comprar un libro y sabía que no sería uno ilustrado. Estuve un rato revisando las estanterías pero había la misma basura de siempre: la vistosa colección de colores de la editorial Anagrama de la que tengo las pelotas llenas porque sus traducciones son intragables y me parece que los libros están sobrevaluados, no son la gran cosa y me harté de las pollas de Bukowski y de las telenovelas inteligentes de Paul Auster. Creo que sólo valen la pena en el caso de esa colección cuyas tapas son color hueso o los ejemplares negros, y únicamente cuando el texto original es en español. Vi un libro de Alan Pauls, autor al que le traigo muchas ganas, pero todos mis amigos tienen algún ejemplar y, aunque odio pedir libros prestados, ya rompí la promesa de que no lo haría cuando hace unas semanas no resistí la tentación de traerme un ejemplar de la Poesía vertical de Roberto Juarróz de la casa de Nico y Emi. Todavía no lo termino pero es porque quisiera que no se termine nunca. Cuando me sobre el dinero voy a comprarme la colección completa. Así que no me pareció muy original comprarme un libro de Pauls que al final puedo conseguir en cualquier lado... Vi bastante basura y dentro de lo más rescatable encontré una mesa entera de la editorial De bolsillo, esa colección bastante nueva que han sacado con las tapas plastificadas con una textura aduraznada o brillante, son una bosta también pero por lo menos las traducciones son mucho mejores, tienen el famoso tamaño take over para donde uno quiera y un precio bastante accesible. Por lo demás aprecio mucho todos los libros que tengo de esa colección en tanto que no pesan y el formato me permite hacer lo que siempre hago con todos los libros, llevarlos en la mochila a todas partes. El problema con eso es que los libros muy buenos, de tapas duras o más pesados, se dañan bastante y esta edición los hace más portátiles además de que no da tanta culpa si es que se arrugan o se dañan. Incluso los diseños de tapa son tan malos que todo ese machuquerío les atribuye un poco de carácter. La cosa es que en esa mesa encontré los diarios de Catherine Mansfield con el prólogo original de Virginia Woolf y también Los versos satánicos de Salman Rushdie. El de Mansfield me llamó la atención porque tengo hace bastante un ejemplar de En la bahía que he intentado empezar a leer más de una vez y siempre lo abandono. Confío en que sus diarios, siendo el género que más me gusta, me den una entrada más cómoda hacia su obra o tal vez ya ni siquiera sienta después la necesidad de leer su ficción. Eso me gusta mucho de los diarios, es como si uno conociera al autor y supiera más de él que todo lo que sus novelas o cuentos le pudieran decir. Creo que sólo la poesía encierra una verdadera profundidad y misterio extra. Y la novela de Rushdie, bueno, es obvio, nunca la he leído a pesar de que he leído muchísimas entrevistas que le han hecho (otro género que me fascina, la entrevista) y cuando se editó por primera vez le partió la cabeza a todo el mundo y le trajo a Rushdie el odio de un montón de gente. Eso generalmente significa mucho talento; nadie se ocupa de odiarte si no vale realmente la pena. Así que ya tenía esas dos muy buenas opciones pero estoy muy atrasada con el tema literatura argentina contemporánea, así que insistí y me puse a 
buscar en esa estantería. Me gusta buscar bien. Miro los libros uno por uno y me llaman la atención, sí, los de las editoriales 
conocidas. Mondadori es una de las que me puede, sus libros siempre son bellos, con diseños limpios y muy cuidados, jamás se me ha roto ninguno e incluso los he comprado usados -muy usados- y se conservan en perfectas condiciones, además de que me da la sensación que los editores realmente le dan la oportunidad a escritores noveles o que nadie conoce, simplemente porque la obra vale la pena. No era este precisamente el caso, pero acostado el fondo, muy mal puesto y equivocado de lugar ya que el autor no es argentino, vi un bello libro (también el tamaño que usa Mondadori llama la atención porque les da una importancia especial) color gris con una cintilla anaranjada. Cuando lo pesqué para mirar el autor, encima se apellidaba Levrero, con v chica pero no importa, me pareció como una señal porque los jueves en la noche tenemos un club de lectura en el Teatro La Luna que se llama Las liebres, por aquello del bicho orejudo que se ve en la luna. Así que el libro era lindo, el autor se apellidaba así, el título: La novela luminosa. ¡Bang! Leí en la solapa una veloz y vaga biografía del autor y después la contratapa (que, por ejemplo, en las ediciones de Mondadori se puede leer, las de Anagrama generalmente dicen puras pelotudeces de la revista The New Yorker o aún peor: te cuentan la mejor parte de la novela de Paul Auster). Al parecer el libro era para mí. Sólo faltaba saber el precio, porque si superaba los cien pesos me iba a parecer demasiado caro por un autor que no conocía, pero lo llevé a checar y costaba 89. Listo. Fui tan feliz de llevarlo entre mis manos. La chica, que era bastante amable, me preguntó si era para regalo y le contesté que era un regalo para mí, a lo que sonrió simpáticamente. De ahí me fui al banco a cobrar mi cheque y me senté en la escalera a leer el libro. Tenía un prólogo del mismo autor, lo que también se agradece, no largos y aburridos prólogos de analistas y estudiosos que no tienen nada que hacer más que escribir acerca de la obra de otro autor como en el caso mío ahora, porque resultó que Levrero me cautivó totalmente. Pasé como dos horas esperando mi turno en el puto banco de la provincia y estuve todo el tiempo embelesada con La novela luminosa. Empieza con una parte que el autor llama Diario de la beca y que efectivamente es un diario que se propuso escribir durante todos los días desde que la fundación Guggenheim le otorgó una beca para terminar de escribir la verdadera Novela luminosa. Y el diario es así, no cuenta nada más que la vida del tipo y cómo procrastina todo el tiempo su verdadero trabajo, el mismo por el que está escribiendo lo que uno va leyendo y por el que encima le están dando una buena suma de dinero. Un freakie que vive casi encerrado en su departamento, come sólo yogurt que él mismo prepara, milanesas y el guiso de arvejas que le trae una chica bastante joven con la que tuvo una relación pero ya no ocurre nada aunque son muy amigos y él sigue profundamente enamorado de ella. Lo visitan algunos amigos y sus alumnos del taller literario. Pasa mucho tiempo leyendo novelas policíacas y la obra de una autora española que se llama Rosa algo y con la que él está fascinado y el resto del tiempo lo desperdicia en la computadora jugando a los jueguitos, programando y mirando pornografía. Es realmente genial. Casi lo mismo que yo hago, sólo que él es un hombre de unos sesenta y y tantos años. Me es tan grato saber que no soy la única boluda haciendo esto, esto, todo esto, y encima de todo su libro está publicado, por Mondadori, le dieron la beca del Guggenheim y yo estoy leyendo su obra que encontré casualmente y a un precio que estaba dispuesta a pagar, se apellida de ese modo y tenemos tantas cosas en común. Si es que existe una remota posibilidad de que eso me ocurra a mí dentro de cuarenta años, entonces es que este camino realmente vale la pena. Qué egoísta es que yo valore la obra de un autor en tanto lo que a mí me conviene que su vida haya sido más o menos del modo en el que quisiera que se perfile la mía, pero realmente me hace sentir bien. Me inspira y me motiva. No estaría escribiendo esto si no fuera por el Diario de la beca de La Novela luminosa de Mario Levrero. Ojalá la esté pasando de maravilla en el infierno o al lugar a donde se haya ido su espíritu. Creo que debe estar ahí porque el cielo le resultaría aburrido.

martes, 4 de febrero de 2014

Duelo #10,576/Cuarto veneno/Madre


Madre:
Tu veneno me corre dentro, 
he perdido la cuenta de las veces que casi me muero pero sigo aquí, todavía, bajo el manto de la estúpida suerte de los humanos. Hasta ahora no me cayó encima ningún piano, sólo he tenido accidentes que involucraron dinero que no tenía, un descuido, olor a faso.
A veces percibo cómo el hilo se va haciendo cada vez más fino, como si fuera a zafárseme algo. Qué pasará si se destejen los puntos que hilan mi supuesta estructura, mi impotencia, mi coherencia, quedaría solamente una cuerda larga para enredarnos en ella como en esa foto que había en la escalera de cuando yo era muy pequeña, jugar a cazarlo como los gatos, ovillarlo todo de vuelta en una madeja que se sostenga a sí misma desde el centro, eso sólo, un paraíso perfecto.
No quiero ser como ese colchón que está en el garage. Cómo mierda es que esa goma estéril, esa espuma plástica se contamina y se pudre como nuestra mente podrida, la tuya, la mía, la de mi abuela y la abuela de mi abuela, cómo será la muerte, el hermoso vacío, la oscuridad donde no hay más cadenas, reflejos, génesis, espejos. Ahí no hay personas solas, no hay camas vacías, nadie duerme en la calle, no tiene casa nadie porque todos somos de tierra, ese polvo, partículas semejantes a estrellas.
Cuántos duelos durará mi vida. Cuántas veces quebraré mis propias costillas para moldear vasijas, Madre. Cuándo va agotarse el combustible que cocina el ollejo de la fruta para que podamos comerlo. Cuándo te vas a volver vieja y serena, cuándo vas a poner huevos, cómo vamos a desprendemos el tiempo que se agarra al ruedo y pincha como esas semillas de amor seco. Cuando eso ocurra, por favor te pido que me des otro nombre, quiero llamarme Udo, Otto, Máximo, Primitivo, que me des un nombre oscuro y con alas, dejarme crecer las barbas, caminar de noche por el sendero, encontrar un compañero, fumar opio y beber ginebra, tener las manos duras y una de esas espaldas cuyos músculos crecen hacia arriba, acostarme contigo, darte un beso e irme para siempre.
Un tango que suena lejos. Un hombre canta sobre una mujer que se ha ido, se llevó los frascos que guardaba en el baño, tras el espejo. Uno de ellos decía Veneno

sábado, 25 de enero de 2014

Duelo #10,566/Tres veneno.

* VOS SOS DIOS, AMOR. 
  YO NO SOY NADA. 
  DIOS ES AMOR Y EL AMOR NO ES LA NADA.
  NADA ES 
  AMOR. NO HAY DIOS EN LA NADA. VOS NO SOS EL AMOR, 
  NO HAY AMOR, NI YO, DIOS, SOS, ÉL,
  Y VOS, 
  AMOR,
  SOY,
  EN,
  NI.
  NI EN MÍ.

  SÍ (...)

  SÓLO ELLA HAY EN LA... 


  NO, NADA.

viernes, 17 de enero de 2014

Padre Veneno y los merodeadores


Padre Veneno:
Cómo soy con los ojos cerrados. Cómo no soy. 
Atravezar el parque de noche, cuando no hay nadie 
con los ojos cerrados. Irse a la cama, de noche 
y cerrar los ojos
permanecer despierto hasta el otro día y levantarte, con los ojos cerrados.
Sin haberlos visto, sin haber podido cerrarlos sin haberlos visto/
abiertos.
Sin haberlos abierto.
Sin verlos. 
Sin haberlos visto cerrados. 
Nunca antes haberlos cerrado. 
El veneno es una flama intensa que arde detrás de los ojos,
su cortina de fuego anaranjado rodea mi mente.
La mente de la cortina de fuego. 
La ilusión de que somos sólo lo que nos rodea. 
Me rodea. Sólo eso. Así. 
Merodea.
Cerrar la cortina para que te quedes durmiendo como si fueras mi padre. 
Mi madre, su cuerpo tendido color hueso, teñido de tibio como un papel dorado. 
El tiempo de las palmeras meciéndose delicadamente. Mañanas nubladas.
El aire que entra por la ventana. 

La música se apaga. 
Los ojos salados. 
Palpitan.
Acuosos. 
Se miran.
A ti. 
Mi cuerpo. 
Tu mano.
La música se calla Ojitos verdes. 
Ojales. 
Soldado.
Tira del hilo. 
Entre igual.
Resultado
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