miércoles, 18 de mayo de 2011

Las crónicas

X/I.-
Las mejores tardes para escribir son éstas, camino entre el verano y el invierno, en las que es casi cierto que llueva y hay que meter el pecho adentro de alguna funda gruesa para conservar el calor y el orgullo milenario de los hombres. El lugar más común de todos y el más cómodo: preparar un café y encender un cigarrillo, buscar una música que ocupe la atención en un ritmo análogo y no pensar en nada más que en el estar aquí.
Ahora vivimos en el living, gran broma de los usos del lenguaje. Las otras habitaciones están pobladas por pilas de cosas que no se sabe qué relación tienen entre sí, columnas barajadas de cortinas viejas, libros, vasos, zapatos, discos, medicinas y esa sensación de "yo ya estuve aquí" que proviene de lo que hemos coincidido en llamar "el karma familiar". Hemos estado aquí, sí, omnipresentes en cualquier acción de ir o volver a donde sea y paranoicos de que se repita. Hipersensibles cada vez que vemos una caja pegada con cinta canela en la que se puede leer un destinatario lejano, cada vez que hay que desempolvar algo encontrado al fondo de un clóset o con sólo pensar en que suene el teléfono y sea alguien que llama de larga distancia, que llegue un email de un amigo que está del otro lado de la tierra... no sé. Es como una ola de nostalgia post punk/Charles Dickens que nos arroja a la deriva cual si fuera el mismísimo día del fin de todos los tiempos. Tiemblan las manos y, sólo si hay alguien cerca, lo miramos buscándole el "estoy aquí contigo todavía. No temas. No pongas esa cara de pequeño roedor que observa cómo los perros salvajes destruyen su madriguera. Aprende de una buena vez que todo va a estar bien cuando pase la tormenta y, además, es sólo el carrero que viene a llevarse los escombros"... Ufa... menos mal. Haciendo un esfuerzo por no parecer un imbécil vuelves a tu silla y te acomodas cerca de la ventana abierta. Lo peor de los aviones es que no se puede abrir la ventanilla y entre todas esas capas de acrílico ves condensarse las nubes y el frío en gotitas de agua milimétricas que dan la sensación de que, si algo sale mal, vas a ser testigo de horripilantes imágenes antes de que los globos de tus ojos exploten. Nuevamente te felicitas por estar en el living, por incómodo que sea pasar la tarde en una especie de glorieta desde la cual te pueden ver todos los vecinos en tu ropa de dormir.
Qué suerte que hoy no voy camino a ninguna parte. Va a llegar la noche sin que nadie me haya pedido que vacíe mis bolsillos. Prefiero esta alteridad evocando cualquier concepto, como una novela de Charles Dickens, pero estando quieta y viviendo en el living, a ese peor momento de aviones al condensarse las nubes con el frío entre las hojas de acrílico que no se pueden abrir. Los pies hinchados. La persona que ocupa el asiento junto al pasillo. Ser ese pobre idiota sin querer o de pronto. ¿Qué hace una piedra sola en el medio de la nada? No hace nada. No existe tal piedra, que yo sepa. Todas las piedras que vienen a mi cabeza están acompañadas de un montón de cosas o permanecen flotando cíclicamente en el espacio a un ritmo propio entre las demás piedras. Desde la ventana se alcanza a ver la oscuridad del jardín y las hojas del crespón pintadas de amarillo por la luz artificial. Se está bien aquí; a pesar de la supuesta inconformidad a la que se nos propone orillarlo todo, de tal modo que la posibilidad de hacer esa afirmación queda cercana a la vergüenza. "Se está bien aquí"... Se dice que no tiene interés alguno la parte de una historia en la que la gente lo está pasando genial. Se dice simplemente: a partir de ese momento lo pasaron genial, y después se retoma lo realmente importante.
No quisieron contar que mientras eso sucedía, vieron un nene con una vieja y otra mujer, sentados en el suelo, en la banqueta frente a la iglesia, y las mujeres hablaban como podrían hacerlo las costureras, y el nene dibujaba en un trozo arrancado de un papel color celeste, apoyándolo en el piso, contento. Trazaba con un color rojo las piernas de un personaje muy alto o un caminito de fuego.
Llamaradas color turquesa iluminan la base de la tetera. Mi abuelo nunca vivió en este casa, pero tengo la imagen de él, sentado frente a una especie de secreter angosto, ubicado tras la puerta del estudio, bajo el librero. Puedo verlo ahí, escribiendo en ese rincón, casi en el pasillo, con una taza a su lado derecho y sus grandes anteojos de pasta. A mi nona, cocinando fideos en una cacerola grande y abollada sobre la llama, el agua hirviendo, pintada de beige, y las esferas de aceite de maíz que se arremolinan, se esconden y surgen en el centro.
La fotografía de mis hermanos cuando eran pequeños, parados muy juntos uno al otro, que colgaba en la pared de la escalera de la casa en la que crecí. Alguno de los dos tiene calcetines rojos bien estirados y zapatitos negros. El Juan tiene un yeso, el brazo roto, y la Caro. un vestido clarito, ese lunar en la mejilla y su flequillo muy lacio. Muchas veces no encuentro el sentido en inventar algo determinado por hacer, delante, en el tiempo o en otro espacio, sino que hallo un regocijo, como un caramelo de cereza envuelto en papel dorado, en enunciar lo que puedo contemplar o sentir aquí y ahora; lo que se repite en mí a través de ese tiempo; el espacio que se modifica y uno se reconoce como el mismo a pesar de que cree haber cambiado considerablemente.
Hace dos semanas que salí de mi casa con un billete de cien pesos y todavía tengo algo del cambio. Me resulta asombroso simplemente porque noto la diferencia entre el tiempo que uno invierte y el tiempo en el que se descubre rodeado de regalos. Y cómo el tiempo mismo se convierte en un bien del que uno a veces reniega y otras veces ocurre atendiendo a todo lo que está en él, a todo lo que funciona bajo su sistema de reglas... y es finalmente él el que se adapta, el que se expande de manera significativa o se experimenta inmerso en una emoción particular, genuina y bella. Quizás bella porque uno lo acepta -su paso- como se acepta un regalo.
Quitamos los parásitos de la planta y descubrimos que eran esponjosos y aterciopelados, contrario a la idea rígida y seca que teníamos de ellos. Los aplastamos con un cotonete, poniendo mucha atención en los colores y las texturas de los líquidos que salían de ellos, parecidos a la sangre, a la pus, y al yeso. Sus patitas eran negras y se movían como las de cualquier otro tipo de insecto, pero más suavemente, como si nadaran en una especie de crema. Esos bichos invertebrados cuya figura los dota de toda estructura. Se parecían, en parte, a la cáscara de un queso brie. A los hongos que crecen en febrero, que al pisarlos parece que se hubieran esfumado; al unicel, que desaparece con el fuego, pero sin dejar ese humo negro. Los mexicas usaban las cochinillas para preparar la tintura roja que aún permanece en las paredes. Incluso deben haber sabido diferenciarlas por su tamaño, cuáles pintan más rojo, cuáles más anaranjado, cuáles sólo atribuyen más líquido a la mezcla. Cuando estamos juntos podemos darnos cuenta de cómo es que solemos agrupar las cosas para tratar de entenderlas, cómo nos es más fácil todo cuando podemos encasillarlo, lo fácil que es meterse uno mismo dentro de un túnel de absoluta oscuridad y contemplar la realidad como si fuera eso. Quedarse con el valor negativo de las cosas y, con un poco de suerte, adquirir experiencia a través de ello.
Pintaré caritas felices en las paredes de mi nueva casa y permaneceré mucho tiempo dentro del baño. Llegaré a desesperarme por no tener todas las cosas que anhelo y atesoraré todas las cosas que tengo ya, obsesivamente. Valoraré a las personas por sus acciones, ciñéndome a un código ético tal vez abrupto, pero responsivamente coherente conmigo y sólo conmigo, ante el cuál ni siquiera yo misma tengo a veces nada que objetar porque me he dado cuenta que eso no me es fructífero.
Soy ésta que está aquí, con sus bordes y sus métodos. Con su alquimia pasajera y cíclica de analizar la manera en que ocurre lo que puedo percibir. Andaré con los costados poblados de otros hombres a los que intente comunicar ese modo en el que yo creo que acontece todo, la ósmosis propia de lo que existe, la vida y su centro al que todo regresa. Un moco, un huevo, un badén. Simplemente por que están aquí con nosotros, y referirnos a ellos como si eso les diera una mayor importancia. Atribuírsela nosotros, rebuscada o sabiamente. Decirles a ustedes, que no existen todavía. Que yo sé que existirán y ya podemos ir teniendo cierta empatía. Pensar en nuestros nietos o lo que hemos heredado. Qué habrá en mí que me relacione con ese pedazo de queso, y descubrir, entre las flores de una mata, el eslabón perdido. 
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