viernes, 2 de septiembre de 2011

Astillas de La Victoria

Sopló el viento. Las veredas estaban llenas de basura. A las carreteras no hace falta que nadie las barra y caerá nieve aquí o en otra parte.
No pude encontrarte y me pareció evidente que no querías que lo hiciera. Sólo fue que te creí cuando dijiste que te gustaría quedarte mucho tiempo.
Yo no sé cuándo conseguí servir el café en tazas de porcelana. Fueron traídas cuidadosamente cien años hace, o más, envueltas en barcos, desde algún otro continente. ¿Cuándo fue que formulé ese deseo?... Creo que yo era una cabra (al menos puedo bromear con eso) buscando equivocarle una justicia al fenómeno de la persistencia y de los tropiezos.
Había una vez un pez color magenta que nadaba, río arriba, como si eso fuese posible. Había, con él, un pájaro -otro más- cuyas plumas no pude ver nunca, pero quería tanto tocarlas con mis mejillas. ¡No queremos ningún pájaro!, gritaban los pequeños habitantes del musgo criado bajo el helecho. No traigas a nosotros más trabajo ni más sustento (porque la turba era tibia, no templada sino tibia, de las que tienen el corazón amarrado con un moño de seda). Siempre supe cómo hacerlos callar pero nunca se cansaron de hablarme. Cada vez que acaricié mi ombligo quedaron restos de la miel incorruptible y de las formidables guadañas quedaron trazas que escarbaran en la piel.
El día ha hecho de mis manos las de un abuelo: los caminos ascienden por las más altas montañas. Y estas plantas del desierto no han pedido casi nada y crecen brillantes bajo este techo -Trópico de pacotilla-. Y más piensa uno en irse cuando no se va. No tengo ningún lugar a dónde ir...
Cubrió su cabeza con un pañuelo, alzó al hombro las pocas cosas que llevaba. Cuando se cansó de andar, emprendió el camino de vuelta. Cuando hubo descansado, de vuelta emprendió el camino.
Unas veces hizo las valijas y levantó la habitación tan sólo para sentarse en la puerta de la vieja casa esperando al sol con su nuevo nombre. La luna la llamaría Lucía, Adriana, María, y le enfriaría el pecho y el aire hasta hacerla entrar, orgullosa o avergonzada de la vergüenza, por haber vuelto, por haberse ido o por no haber llegado a ninguna parte. No llegamos a Las Indias. No trajimos ninguna doncella porque no quedó ninguna (ella vino con nosotros, pero no es doncella)... Hemos traído estas piedras de colores, flores secas y la misma miel que ya había. No encontramos el amor porque no pudimos quedárnoslo. Nos llevó mucho tiempo navegar en dirección opuesta; hemos transitado por calles sin sentido... Estamos cansados, tenemos hambre, y está éste dolor que no se sale más del cuerpo.
No nacimos en este mundo -si nos sirve de consuelo-. Remontamos ese río porque es la brecha que ya hemos recorrido. Jamás habremos cruzado un puente que no haya sido construído. Qué dulce y qué tonta la palabra que se conjuga con otra. Qué predecible, qué sorpresa noble, aparecerte frente al lago y sentirte descubriéndolo: un cajón de manzanas doradas; un racimo de dedos gruesos.
Apriétame esta máscara esdrújula y sácala lejos; llévatela hasta el límite. No me traigas más esta inquietante marea de los signos.- Aparécete aquí, frente mío. Pon en la ternura una pizca que me acaricia, un remo de barco, una sinfonía silente de anteojos que se retiran para verte los poros y tocarte con la sien. No te vayas, dice la chica. No me dejes, absurda... siniestra. Estamos solos, incluso aunque haya bosques en otro planeta, y se caigan los árboles -aunque nadie los vea-. Yo igual quiero ser una antorcha, si es así que se pasa la pena.