jueves, 27 de mayo de 2010

Cerca de las estaciones

Así, como se sostienen las manzanas en torno a las estaciones, así será el mundo cuando se acabe.
Las ciudades en sus extremos más apretados, donde más fuerte palpitan, ahí es donde de a poco se extinguen. Se vacían donde más fuertemente están asidos sus cimientos, donde aguardan esos edificios que no van a caerse nunca, ni aunque llegue un invierno oscuro a postergarlo todo.
Esas calles abiertas por el esternón, sus costillas de adoquines rosadas que todavía sangran debajo del asfalto, están ahí desde antes que nosotros y hasta después de nosotros. Los hombres sin darse cuenta pusieron mucho más ahínco en desdibujar sus idas y venidas que en honrar a los dioses con esos templos azules y puntiagudos. El espíritu de los hombres se parece más a esos pies que caminan por los costados de las autopistas, a esos hombres que andan por caminos que no están hechos para que anden los hombres.
Pero los hombres que habitan en esos sitios conocen las almas mejor que otros. Mejor que los de las luces violetas, más profundamente que los de los húmedos templos. La vida en esos pasillos descascarados, verde pálido y debajo el vino, es como fue siempre y como será en el porvenir. No importan los satélites ni los kilómetros, sino el abrigo, el olor a pan y a café a cualquier hora del día o de la noche, poder cambiar algo que se saca de un bolsillo por una cama para echarse cuando uno está cansado. Los hombres de las manzanas en torno a las estaciones no juzgan a otros hombres. Ofrecen comida tan sólo por el precio que cuesta hacerla y mantener una luz encendida. Venden bultos, bolsas, mochilas, maletas, baúles buenos y baratos porque saben que los hombres van y vienen, que lo que uno posee sólo lo ha conseguido con trabajo y tiempo y que el espacio, no importa si es aquí o en alguna otra parte, sólo se llena con esas cosas. Libros, cobijas, sombreros.
No existe la lástima en torno a las estaciones. Por eso los que no tienen techo elijen los escalones anchos sobre las banquetas de esas calles para dormir junto a sus perros, tender sus cartones y envolverse en sus gabardinas. Ahí van a parar las cosas que la gente ya no quiere o no puede llevar consigo. No hay ninguna vergüenza en recogerlas y darles un nuevo sitio y un nuevo nombre. Se puede trocar un buen par de zapatos por un café con leche y una ración de pan con mantequilla y dulce; nadie dice lo que es valioso o necesario. Se puede también pasar desapercibido porque cuando uno pasa por ahí es igual a cualquier otro: todos hemos buscado a alguien en una noche helada para que se acueste a nuestro lado; todos hemos deseado compartir un baño de agua tibia y un pedazo de jabón, el perfume de un pedazo de jabón, y observar la fragilidad de la carne, la vehemencia del frío y la astucia con la que nos metemos debajo de las mantas y nos abrazamos venciéndolo todo: la oscuridad, la inmundicia, la corrupción, la soledad y el agotamiento.
El mundo, el hombre en esas partes, es invencible y de una sola forma, igual al musgo que crece junto a los desagües, igual a un monstruo que camina hacia nosotros a contraluz. Como un pedazo de cinta de seda color de rosa que una abuela compra tras cruzar una puerta que hace trinar unas campanas. La puerta se cierra pesadamente y el vidrio montado en la chapa de metal queda vibrando unos segundos. Un hombre se acerca, sus botas, sus pasos, por el pasillo. En su negocio tiene todo lo que uno pueda pedirle. Y la mujer le pide cinta. Cinta de seda. Color de rosa. El hombre toma una caja de cartón azul marino, le quita la tapa y la pone sobre el mostrador. Dentro hay diez o doce carretes de cinta de color de rosa, rosa pálido, rosa viejo, rosa como chicle de frutas. La mujer siente las puntas de seda entre sus dedos y elije finalmente una, la del color más vivo. Le dice al hombre que es para su nieta. Tal vez para atarle unos moños preciosos alrededor de las coletas. Un metro. Metro y medio mejor, porque tal vez hace falta. Tal vez haya que hacerle muchos moños o dos muy grandes, o uno grandísimo y largo y colgante. Tal vez es para guardar un poco, porque de las cosas lindas uno siempre quiere tener un pedazo guardado para cuando se antoje usarlo, para regalarlo nuevamente en otra ocasión, cuando alguien diga qué hermoso quedaría este suéter con una cinta rosada tejida alrededor del cuello y la abuela abra un pequeño cajón de la máquina de coser y diga yo tengo un pedazo que guardé de aquella vez. La cinta cuesta noventa centavos el metro. Son un peso con treinta y cinco. Y la mujer saca de entre sus bolsas un monedero y mira las monedas por debajo de los anteojos. Paga justo, con una moneda de un peso, una de veinticinco centavos y una de diez. Son sólo esas tres monedas con las que no se paga casi nada que hacen ruido al caer sobre el vidrio del mostrador. El hombre tapa la caja, la acomoda en su sitio y toma las monedas una por una, para contarlas. La cinta enrollada delicadamente y puesta en una pequeña bolsita de plástico. El hombre la entrega a la señora y ella la guarda en otro bulto, adentro de un cierre que queda bien cerrado. La mujer da las gracias y pide permiso. El hombre le dice hasta luego y la manija de la puerta gruñe y abre haciendo sonar de nuevo las campanitas, dejando entrar el viento y el sonido de las hojas secas que barren la vereda. Antes que la puerta se cierre la mujer levanta la voz y repite Hasta luego.
Y por un momento, más que uno sólo, esos hombres estuvieron ahí, complaciéndose infinitamente unos a otros, incluso a otros que estaban lejos, pensando incluso en algo susceptible de suceder entre todos los otros sucesos posibles, haciendo verdadero algo probable tan solo por contemplarlo, por atisbar un calor que aún no existe, emprendiendo un viaje continuamente, yéndose y acercándose a la vez, respetando el tiempo que implica encontrarse con otro, escuchar lo que pide o simplemente dárselo.

viernes, 14 de mayo de 2010

El árbol de quinotos

Se despertó después de haber dormido casi dos días. Entre medio sólo había soñado con ese amor que todos tenemos sin haberlo conocido nunca: el que haría que no estuviéramos aquí, hojeando un libro o durmiendo los días enteros mientras la tierra gira sobre su propio eje, sino en algún otro lado, acompañándonos, seguros de que la soledad no existe, sin este repicar insistente de la ausencia.
Salió a la cubierta para examinar el tiempo. La Victoria parecía inmóvil si no fuera por la ancha estela de espuma que dejaba tras de sí, insistiendo en que realmente ella y el capitán se dirigían a algún lado. Lo bueno, pensó el capitán, es que esta nave es mucho más obstinada que yo. Porque ya han pasado varios días celestes como este, casi sin sol, casi sin viento, en los que lo más difícil ha sido encontrar un motivo para seguir adelante con este viaje. Y el capitán, a pesar de la edad o del cansancio, de la resaca que a veces tenía o el mar tenía tras una tormenta, siempre que no encontraba en sí la justificación para seguir le restaba al menos ese sentido oculto que los marinos tienen, que lo liga a este sitio en la mar porque, como para consolarse, al menos este objeto de madera y chatarra seguía creyendo en él, avanzando en la dirección que él había fijado.
Sintió la frustración que deviene de cambiar de opinión y no poder hacerlo. Quizá el viaje de regreso sería tan largo ya como seguir adelante. Quién sabe si dentro de unos días se empezaba a sentir esa corriente encontrada que remonta los barcos como llevados por la mano de Neptuno sobre crestas de agua y los deposita ante una bahía donde todo cesa, donde se alcanza a ver la boca, el abrazo con el que la tierra recibe a los navieros. Quien sabe…
Rompió con el puño el vidrio de una claraboya de calderas. No le quedó en la piel más que el dolor del golpe y los nudillos quemados por la fricción. Se sentó en el suelo y quiso llorar pero no pudo. Su mano casi intacta le recordaba que aún era un hombre muy fuerte. Su abuela solía limpiarle la frente con un trapo y sostenerlo por el pecho. Le decía sobre lo raro que era ver sangrar a un pez o a cualquier otro bicho de mar, porque la sal previene las heridas y en el mar es más fácil morir de cualquier otro modo que ver infectarse una herida. Y tenía razón. Uno sólo ve la sangre de los peces cuando clava bien profundo el anzuelo atravesándoles la cabeza o cuando utiliza un arpón con poca destreza.
El viento cambió de dirección y había que ponerse a trabajar. Entró a su camarote tratando de no llevarle el apunte a la atmósfera que había ahí adentro de desorden y desconsuelo. Ya sabía que si permitía que esa penumbra cálida lo seduciera, volvería a encerrarse ahí dentro un día más o dos, dejándolo todo para después. Corrió las cortinas y abrió las ventilas para que entrara la luz y el aire. Sintió cómo el espíritu ceñudo de la angustia se escapaba por la puerta como un perro arrepentido. Acomodó su catre y se quitó la ropa. Se olfateó las axilas para ver si tenía mal olor, pero estaba limpio. De todas formas le complacía la idea de bañarse y lavar su ropa, aprovechando que había otros trapos que había puesto en remojo hace unos días y a la cubierta no le vendría mal una limpieza general. Bajó a la pieza del aseo y juntó un par de baldes, trapos limpios, un lanudo. Iba a cortar una pieza de jabón, todavía quedaba mucho, pero inconscientemente recogió en su mano los restos que quedaban en la base, como si pensara que valía más ahorrar lo mejor para después.
En la cubierta enganchó un balde en una polea y lo bajó al mar para llenarlo con agua salada. A la madera le venía muy bien la sal. Observó cómo el balde se hundía en el agua que brillaba delicadamente y, una vez que estuvo lleno, lo dejó ahí abajo jugando, resistiendo la fuerza del mar, yendo de arriba abajo como si brincara la cuerda. Qué limpia era el agua y qué hermoso ese sonido pequeño del balde y la soga que se deslizaban, parecido al que uno escucha cuando la navaja traza surcos en la espuma al afeitarse.
Hizo subir el cubo y tiró toda el agua sobre sí derramándola en el suelo, y las juntas de la madera la hicieron correr hacia todas las direcciones chupándola y expandiéndola. El capitán pensó que era la primera vez que notaba cuánto le gustaba mirar cómo se mojan las cosas y por un momento brillan, cambian de color y la vista percibe cómo se vuelven más pesadas. Enganchó otra vez el balde y subió otra tanda de agua. Disolvió ahí el jabón, revolviéndolo hasta que el agua se volvió lechosa y con un trapo limpio se talló el cuerpo y la cabeza. Desde que estaba en altamar las uñas le crecían mucho. A veces no pasaban más de dos días que ya era necesario cortarlas de vuelta y, al contrario de lo que pasa en la tierra, crecían más las de los pies que las de las manos, tal vez porque las manos estaban permanentemente en contacto con la brisa, trabajando en la caldera, exprimiendo trapos y tirando de las cuerdas, y se limaban solas.
La suciedad de los barcos es distinta a la que se junta en tierra firme. La humedad atrae esporas y pequeñas plantas. Entre las vigas de madera, sobre todo en los lugares donde se junta el agua de las tormentas, habían crecido pequeños helechos y moho. El moho no es bueno porque no permite que la madera se seque y el capitán lo rascó con un cepillo. Pero los helechos eran bonitos y delicados. Parecían vivir ahí sin molestar a nadie, exigiendo simplemente un lugar de dónde asirse. Decidió dejarlos por esta vez. Era como una obsesión de los marinos salvar hasta el más mínimo recurso y él siempre actuaba conforme a esas reglas que había aprendido siendo peón en los buques. La única planta que había traído con él, sembrado en una maceta, era un árbol de quinotos. Era costumbre llevar uno en los barcos porque no requiere absolutamente ninguna atención, sobrevive a todas las estaciones y da frutos regularmente. Pero ahora no veía el propósito de evitar cuidar una planta aunque sólo fuera por el hecho de adornar a La Victoria. A las mujeres les gusta vestir flores y cuidar plantas como helechos. No es necesario que den frutos o sirvan para algo. Recogería un poco de arena y separaría unos cacharros oxidados para mudar los helechos junto a la ventana de su camarote. En la bodega había un montón de sacos de hierbas y quedaban algunas papas, camotes y esas raíces que le habían regalado los chinos que pareciera que nunca jamás se mueren. Había un saco de tierra que debía estar ya muy seca, pero incluso podría hacerla buena de nuevo, poniéndole algunos restos de comida y un poco de abono. Así, aprovechando que el sol estaba cerca y tostaba la piel, aunque el viento ya anunciaba el invierno, pasó la mañana desnudo, haciéndolo todo al mismo tiempo, mitad aseándose, mitad limpiando el barco, yendo y volviendo de acá para alla, con una tela enroscada en la cintura, con pedazos de latas, examinando todo lo que había en la alacena para sacarle semillas, cortando varitas para encontrar que algunas todavía estaban verdes por dentro, como el romero y el beleño. Cuando levantó los vidrios que habían quedado en el suelo de aquel arranque de ira que tuvo por la mañana, una astilla se le clavó entre el meñique y la palma y la sangre salada no dejó de salir por un largo rato. Por la tarde, cuando empezó a caer el sol y su pelo ya se había secado, sacó de su arcón una muda de ropa, se cortó las uñas y se puso un poco de una loción que le había regalado hace mucho tiempo la esposa de un gitano en agradecimiento por llevarle noticias de un hijo que también era marino y casi nunca volvía a ver a sus padres sino que lo pasaba de puerto en puerto, mercando y enamorando jovencitas. Tenía un muy buen olor, a sándalo y otros aceites y le recordaba los bosques de acacias en los que había jugado de pequeño a ser pirata y al olor de las casas de las montañas, los días de frío, cuando se encendía la chimenea. Puso un poco en sus sienes y en su frente. Se pasó el peine y se fajó la camiseta.

Cuando llegó la noche, el capitán se abrigó y se sentó a la intemperie. Sorbió un caldo caliente y se pasó mucho tiempo tocándose la cabeza con las manos para después olerlas, contemplando su ropa y su faja, acariciando delicadamente el pequeño árbol de quinotos, el único ser vivo que estaba ahí con él desde el inicio y al que nunca le había puesto más atención que la de recoger los frutos que otra vez ya empezaban a pintarse de color anaranjado. Una rama delgada le tiró de la piel abriendo de nuevo su herida y haciéndole correr la sangre llenándolo de rabia. Se limpió con la camisa y vio cómo la tela la chupó y la expandió por el tejido, volviéndose más pesada.
Lloró hasta mucho después que la sangre hubo dejado de salirle y antes de irse a dormir, le pidió perdón al pequeño árbol, que parecía no guardarle ningún rencor.