lunes, 27 de diciembre de 2010

Breve fragmento de La verdad idiota


Idiotas:

Finalmente aquí estamos: esperando el advenimiento del fin del mundo. Muchos de ustedes estarán asustados; otros, contentos.
La vajilla se conserva completa gracias a que permanezco lejos de ella, debido a que en numerosas ocasiones he podido comprobar que basta con dejar de sostener la taza del café para que esta se acelere a impactar contra el suelo y rompa en fragmentos ya sin nombre. A medida que voy desentrañando el misterio de la estructura que me rodea, obtengo méritos para conseguir mi propia mención en su cuadro de honor: he creído en sus palabras y he dado demasiada importancia a las mías, he confiado en ustedes y dudado de mis capacidades. Gracias a ello me puedo contar orgullosa entre sus filas. Reconozco la sabiduría de quienes nos antecedieron y prometieron que cambiaríamos el mundo, sabiendo que nos dispondríamos a obedecerles. Conoceríamos la frustración, negaríamos nuestra alma y encontraríamos las armas para defendernos contra cualquier amenaza. Con el tiempo, no sólo habremos descubierto la ausencia de la verdad, sino que vamos a adquirir gran práctica en preservar la aparente inoperatividad del sistema. Seremos capaces de ignorar lo más impetuoso, dar por sentadas nuestras vagas nociones, negaremos la posibilidad de cambio y habremos sido abanderados de la misma mentira tanto que podremos repetirla sin ser condenados.
Quiero felicitarles por el diseño de esta trayectoria, ya que las palabras apenas alcanzan para esbozar en la mente una ínfima porción de este magnífico plano, única representación perfecta de lo que algunos aún osan llamar el Dios por ignorancia o rebeldía, ya que no reconocen la importancia de su propio papel en la absoluta omnipotencia. Tenemos la comprobación fáctica de que hasta el momento llevamos ganada la batalla. ¿Quién hay en el mundo que, dotado de la posibilidad de la conciencia, no haya percibido al menos por un instante la gran ventaja que existe en desconfiar del otro o la molesta decadencia de intentar la empatía? Son las consecuencias, los resultados de esas acciones, los que nos acercan al conocimiento y a la comprensión de esta forma infalible y hemos de afirmar que mientras ellos más se inclinen en reprobarnos, más profunda sentirán la vehemencia de su propia idiotéz. De esta manera hemos creado y alcanzado el equilibrio único entre forma y contenido, la accesibilidad al miedo más allá del espacio y el tiempo. Podemos acudir en todo momento a nuestra más poderosa arma: la locura; aquello que nos concede justificación para la crueldad, nos redime de la culpa y nos abraza en su seno valeroso cuando la atribuimos a los demás.
Podremos perderlo todo pero bajo los escombros quedarán las pruebas: la apatía será el combustible del mañana; la incomprensión resultará evidente.
Si la vida no nos alcanza para ser testigos de la manifestación fehaciente de la gloria, quienes bajen de esas naves interestelares encontrarán nuestros cuerpos momificados bajo armaduras de adamantio, índice claro y eterno de la supremacía de nuestra idiotéz.
Nada puede detenernos y esa es la verdad.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Nexus


No conozco el nombre de quien hace las preguntas. El que está sentado frente a él es Henry Miller. Tiene setenta años, su voz es hermosa y sus movimientos son los de un hombre joven.
Las preguntas van por el lado de la creación; el hombre con la grabadora y la libreta puede ordenar las palabras de la manera que considere mejor, pero hay una sola cosa en su mente: quiere saber cómo.
Miller no da ninguna vuelta alrededor de sí mismo. Las circunstancias fueron esas, dice. Hice lo que hice, como pude. A veces escribía durante días enteros. Me levantaba temprano, escribía hasta que me daba hambre. Después me daba sueño y dormía una siesta. Después me despertaba y seguía escribiendo. Algunas veces lo hacía hasta que salía el sol. Otras empecé algo y pasaron años hasta que lo retomé y lo terminé. Quizá podría decir el cómo, pero para eso tendría que precisar un por qué. Lo intenta: ¿Por qué?... bueno... lo necesitaba. La mayor parte de las veces ponía mi voluntad en eso. Con menos frecuencia sentí que había algo más allá, como una fuerza o un flujo del que provenía todo. Y la máquina de escribir traqueteaba sin parar, y los manuscritos quedaban arriba de la mesa, hoja sobre hoja. Después los corregía con tinta azul. Dejaba pasar el tiempo y les daba una leída. Tachaba fragmentos y cambiaba algunas palabras pero generalmente las cosas quedaban casi como habían salido. Los manuscritos corregidos eran hermosos. Luego tomaba todas esas hojas y volvía a tipearlas. En ese proceso volvía a corregir palabras pescadas al vuelo, las que el texto le pedía. Todo en favor de su música, del ritmo que había en ellas. Trabajaba como un loco. Ahora siento que no es necesario escribir tanto, dice. No hace del todo bien.
Cómo quisiera, querido Henry, que las palabras salieran de mis dedos incesantemente durante días y días como te sucedía a ti. Cómo quisiéramos descubrir el siglo veinte igual que tú; perdernos en París, experimentar el hambre y el frío, la amistad y el amor. La necesidad de escribir para poder estar bien, estar bien a pesar de todo. Pero aparentemente cada vez somos más idiotas. Yo soy una idiota. Lo tengo todo y no puedo llevar a cabo las acciones necesarias para dirigirme al lugar al que deseo llegar. Le doy demasiada importancia a eso, pierdo la concentración en el camino y siento que no soy buena para nada. Ayer leía una entrevista a Hunter Thompson, donde decía que escribir cartas le servía de mucho; que muchas veces la energía necesaria para empezar algo provenía de ahí. A mí me pasa algo semejante, creo. Ni si quiera lo sé con certeza ya que a veces no encuentro un motivo, me da vergüenza dirigirme a alguien o creo que no he sufrido lo suficiente. Después recuerdo los momentos difíciles y lo difícil que fue salir adelante y entonces ya no tengo ninguna justificación. Todo es muy fácil y nada me lo parece. Escribir es lo que más deseo y lo que más me cuesta trabajo.
¿Y de qué me sirve todo esto? Cuando estaba en Roma y fui a ver la escultura del Moisés rompí en llanto.  Cuando leí tus novelas me pasó lo mismo. Nexus está sobre la mesa de mi habitación porque no me atrevo a leerlo. No quiero más. Necesito un tiempo de descanso para prepararme porque no puedo soportarlo. Tus palabras me hacen sentir podrida, tonta, vaga, inútil.
Querido Henry Miller: Robé el Nexus de una librería de esas que obtienen su dinero vendiendo una gran cantidad de libros de Paulo Coelho y cosas por el estilo. Era el único que me faltaba por leer de la trilogía. Lo deseaba, así que sentí que lo merecía. De otro modo permanecería ahí, en un estante muy cerca del suelo, lejos de la vista de todos y juntando el polvo de ese local sin gente. No era demasiado caro pero yo no tenía dinero para comprarlo. Había terminado de leer el Plexus y necesitaba seguir, no podía parar. Hacía mucho frío y me sentía muy sola. Si el mundo fuera un poco mejor, sería gratis llamar por teléfono y copias de Trópico de Capricornio de tapas rígidas color celeste llegarían a nuestro buzón uno de esos días de invierno. Me arrodillé en el suelo, junto a la estantería, abrí mi mochila y metí el libro dentro, como si fuera mío ya. Después cerré el cierre, dije buenas tardes a la mujer de la caja y salí de ahí dando pasos largos, sabiendo que nadie se había dado cuenta entonces y quizá nunca lo hagan.
Cuando llegué a casa ya se había hecho de noche y hacía todavía más frío. Me tiré en la cama y saqué el libro. Le quité la solapa. Sentí su olor. Escribí mi firma con tinta azul en la primera página.  Pasé la hoja, leí la dedicatoria y después me encontré con el primer párrafo. Cuando había pasado la segunda página sentí cómo algo muy grande se quebraba adentro mío y empecé a llorar. Algunas lágrimas cayeron sobre el papel y tuve que cerrar el libro, cerrar la puerta con llave. No podía calmarme y era la hora en la que empezaba a aparecer gente en los pasillos de la pensión; alguien preparando la cena o tratando de encontrar un alargador para poder planchar la camisa  que usaría al día siguiente. Otra vez la chica que llora, dirían. Antes no me daba vergüenza, pero ahora sí. Llorar a solas es un poco más digno y escribir acerca del propio llanto es una de las cosas más bajas que se puede hacer. Heme aquí. Era una emoción parecida a la que sentí cuando vi el Moisés. Ahí sí que lloré pública e impúdicamente. Mientras lo admiraba y me sonaba los mocos con una servilleta de algún restaurante, sentí ganas de brincar la valla de madera para ir a sentarme en sus piernas como una niña pequeña. Ni siquiera en mi imaginación tuve la osadía de que ese personaje me mirara a los ojos y sencillamente deseé apoyar mi cabeza en su pecho y echar mis brazos sobre sus hombros. Sentir su mano acariciando mi cabeza. Que tuviera compasión de mí ya que nunca voy a estar ni apenas un poco cerca de toda esa grandeza.
No le he escrito ninguna carta a él ni a Miguel Ángel. Tampoco he podido volver a abrir tu libro. Quedó ahí, sobre el escritorio ese día, marcado con mi nombre y el tuyo. Incluso me mudé de casa, lo traje conmigo y sigue aquí cerca, cerrado. El título me recuerda que todas las cosas están vinculadas, que no hay nada que nos separe. Sé que ya juntaré el valor de leerlo y gozarlo. Cuando te leo tengo el diccionario al lado porque no sé nada de francés. Trato de imaginar cómo deben ser algunos pasajes escritos en inglés, como tú los pusiste ahí, como salieron de tu alma. Deben sonar como esas matas verdes llenas de botones de flores a punto de abrirse. Esos días de paredes sin reboque, de nostalgia por lo que está lejos, el brillante brío con el que cuentas las cosas que te sucedían y ese ímpetu sólido de cuando pones un punto y aparte y dejas un renglón vacío antes de comenzar con el siguiente párrafo. Juntaré el valor sólo para llevar más de tus palabras nuevas adentro mío, para entrañarlas. No sé si en inglés exista esa palabra, pero significa algo que se tiene en las entrañas y que si se saca de ahí, duele. Pero también duele lo que sea que uno ponga ahí. Duele porque para hacerlo hay que empezar a correr otras cosas que ocupan espacio, hay que hacer sitio; muchas veces, deshacerse de lo que había previamente y eso también duele. Duele por anticipado, porque cualquier cosa que uno ponga, la guardará tan cerca del corazón que tendrá miedo de perderla después. Sigue doliendo ese libro cerrado porque ya sé que lo que contiene quizá no quepa en mí.
“Escribir como un león y vivir como un cordero”... No tengo nada de eso o hasta el momento lo he hecho todo al revés. Te pido la misma compasión que invoqué ante ese gigante de piedra apenas verde. Apiádate de mí. Escúchame. Absuélveme sólo por hoy. Por escribirte esta carta y nada más.

Atte: Lucía Malvido 

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Punto de cruz

Las mujeres siguen juntándose a tejer y en algún lugar de la ecuación sigue estando esa incógnita, pero se puede distinguir qué letra es. No hablemos más de su valor. Es que lo tiene.
Tal vez no haya que contar una historia; la historia se cuenta igual. Escuché cómo los bandoneones formaban una trama, bordada desde distintos puntos de vista, de pequeños episodios encadenados en un aliento que se termina. Desarrollo, clímax, desenlace. El principio sólo es un instante. El punto de partida siempre es el mismo. Tocaban una canción y nosotros la escuchábamos. Reunidos en una bodega percibíamos uno a uno cómo es estar aquí y haber estado antes. Contar con el instante próximo. Con lo eterno.
A veces no escribo porque no puedo encontrar las palabras para plantearlo. Las cuerdas tensas, negras, trenzas densas que entre sus fibras capturan el presente continuo extendiendo la red a cada latido más grande. Cada imagen aprendida concebida, proyectada, cimentada, levantada, capturada, conservada. Desgastada, disuelta, olvidada, muerta. El olvido es el recuerdo. Pensamos en la muerte partiendo desde el hecho de estar vivos. Es tanto lo que cabe en esta humillante luz que a veces necesitamos cerrar de golpe la ventana para no tener que verlo todo, y la equis sigue estando al pie de la hoja interrogándonos, nos sugiere un número, un nombre, un sujeto, que podría tener un predicado, haber estado o seguir estando. Te he dicho mil veces que vas a quedarte aquí para siempre.
Sólo el horizonte plateado le permite a un buque sus pequeñas verticales. La tierra y la neblina reflejan la luz de la ciudad, y es de noche junto con la luna, junto con el sol detrás de aquellos cerros, donde caiga el ovillo de mi trópico. Es mañana, eres tú que te guardas el misterio de tu ciclo. Descubriste la paz al sentir la decadencia; como una mancha de jabón o ese cartel fijo en la puerta: Jale o empuje. Abierto o cerrado. Entrada o salida; y nunca me habías dado un abrazo. No sé de dónde sacaste ese, pero sentí que te había extrañado, creí haber llegado hasta aquí sólo para recibirlo. Un pajarito color caoba picoteaba entre el pasto seco y, al menos en esa sentencia, quedará para siempre. Ten por cierto lo más inverosímil: toda el agua del mar tiene gusto a sal. Que lo imposible sólo es cuestión de tiempo.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Post New Romantic

El mundo es este lugar resbaladizo y tembloroso en el que nos abigarramos muy cerca unos con otros esperando conseguir un mínimo instante de contención. El sitio en el que por suerte, porque es nuestra maldición, todavía podemos reírnos de los aburridos críticos colocando etiquetas con nombres graciosos a las cosas que han dejado de comprender por convicción propia: Postmodernismo, dicen. Después de tantos años de romanticismo, esperaríamos que las cosas cambien pero no lo han hecho. Seguimos siendo muñecos para recortar, vestidos apenas con esas prendas que se agarran con pestañas de papel y la lluvia nos moja, nos hincha, nos arruga, cala profundo entre los pliegues del uso y finalmente ablanda nuestras extremidades, más probablemente a la altura del cuello. Muñecos sin cabeza ya inútiles, sin identidad, sin manos, ni piernas. Gusanos de pulpa -reciclable, por suerte- hemos de morir y reintegrarnos a la tierra para alimentar a los árboles.
Que nos muelan de vuelta en gigantezcas licuadoras, que nos mezclen con agua y luego nos expriman en prensas, en planchas. Volveremos a quedar todos juntos, más cerca que antes, y seremos papel en vez de polvo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

✈ Duelo No. 9,345

Quizá no llovía porque el mundo pensaba ¿Para qué llover? Todavía no es.
Hoy, lloverá tanto que los ríos crezcan y los brotes exploten.
¿Cómo es que llegamos hasta aquí? En esa foto estás tú, está ella y al fondo un cuadro que pintó mamá. El cielo es verde y amarillo y los caballos huyen. No sé cómo explicarte: es que todas las cosas son de todas las formas pero la cuenta regresiva siempre se acaba al llegar a cero. Es tan frustrante que para perdonar hace falta creer que alguien te hizo daño. Te quise tanto que te sigo hablando a ti pero haces a la culpa persistir aunque no la desee. Comenzamos a matarnos. Que alguien estrelle mis cenizas contra las piedras del fondo. Uno siempre sigue el camino del corazón y si crees que ese corazón es húmedo, torcido, siniestro, te estás olvidando del uno. La pena no vale nada. Otra vez esas nubes absolutas y el sol está detrás. Hagamos nuestro propio mundo. Sigamos nuestras reglas. ¿Crees en tí? Yo también. Los tatuajes no se borran. Cuando te hagas uno, asegúrate de que te vaya a gustar para siempre. De lo contrario tendrás que taparlo con otro más grande y más teñido. Hagas lo que hagas te vas a seguir acordando del que estuvo primero. También llueve del otro lado del Ecuador durante el mes de septiembre. La lluvia no nos deja escucharnos las voces y gritamos a través del agua que cae del cielo. No puedo comprender nada de lo que dices. La luz se apaga. Todo está oscuro como en el vacío - alguien va en esa ambulancia - los dragones no estarán dormidos por todos los tiempos. Cuando tenga el valor de estirar mi brazo entre la nada, espero encontrar el tuyo; confesarte que por un momento dejé de tener la certeza de que siguieras estando.

domingo, 12 de septiembre de 2010

21:51... diez menos diez

No tenés hora, ¿No?


Sí señor. (21:51)... Son las diez menos diez.


Gracias, mamá.


De nada...


Desde siempre el reloj estuvo al revés. La mañana es lisa. El viento fresco. El sol, caliente.

Obvio que podemos pelear por un zapallo y dejarnos de hablar para siempre. Pero todo el tiempo uno se enfrenta con que hay otra manera de hacer las cosas. Una en la que nos ponemos cursis... panfleto... Qué se yo pero los colores brillan de otro modo. Por qué estar enfermo si puedes estar sano.
Ni siquiera llevaba mi libreta así que escribí detrás de esos panfletos que tendría que haber repartido:

Ver el cielo hace que me lleve por delante las ventanas una, o dos... o hasta tres veces.
¿Quién era ese tal Orión? Lo he visto un millón de veces; un día le regalé a alguien una estrella de su cinturón.
El frío viene de las estrellas y - más que cualquier otra cosa - está el vacío.
Llegar en barco. Llegar en avión. Todos consentimos en ver el momento en el que las personas se reúnen, se encuentran de nuevo. Llegando... todo el tiempo yéndose.

Ya sé. Nos parece estúpido y fácil: “MERECEMOS LA GUERRA”.

A veces somos monstruos,
también hemos hecho bailar a los sombis.

:- Pienso en ustedes.
.- Qué narcisista.
… Sí.- Lo primero que tuve fue a mí.
* ¡¿Profe?! ??? ¿Nacemos de nosotros mismos? ???
Me alegro de estar aquí con ustedes. Tocar tu pierna; saber cómo has estado; cuéntame algo de ti... Que estemos juntos. Que podamos serlo todo. ¿Cómo vas a hacer que te crea que justo ayer estabas hablando de esta misma canción? Pensé en una palabra nueva y al día siguiente brincó de entre las páginas del libro que estoy leyendo. Un círculo marcado por todos sus diámetros. Las estrellas siguen ahí, y esa flor grande y roja que pintaste en mi brazo. Las estrellas no quieren que te vayas, ni los colores, ni las plantas. No te lleves todas tus plantas la próxima vez que te vayas: sigues aquí.

Mi vida estará en tu recuerdo: todo, estará hecho de hebras de oro. Quizá sólo la forma pueda ser más precisa, más fina, más clara.


(23:54)...
Son las once menos diez.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mínimas porciones de honestidad

Ya falta poco para que los huérfanos vuelvan a dormir con la luz apagada. 
Antes que cualquier recuerdo, llevaba en mi cuello el collar en el que he seguido enhebrando las cuentas de tus días, y esta vez parecía que agosto iba a terminar por no terminar nunca. 
Mirando por la ventanilla, empecé a entender la intención de quien puso un domingo al final de todo, una tarde, igual a esta.
Quiero un techo para treparme a mirar el cielo los domingos.
Tengo la paranoia de que la gente cuchichea cuando bailo. También creo haber estado más lejos de casa que muchos de ellos; cuando escribo puedo darme cuenta: he pasado la mayor parte del tiempo tratando de justificar las mínimas porciones de honestidad de las que soy capaz. Esto sólo es más de lo mismo.
Nunca entendiste que mi manera de llevar la contra fuera haciendo lo que los demás evitan hacer solamente por llevar la contra. Quizá yo urdí ese diabólico plan... lo único que sé es que no fue gracias a ti que surgió la idea, así que trata de no ser tan estúpido. Aunque sé que la parte más cierta es con frecuencia la menos contundente.
Del mismo modo se hace de noche y sigo pensando en ti porque preservo la esperanza de encontrar a alguien que le encuentre un sentido a mi alma.
Deja la puerta abierta cuando salgas.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Septiembre

Hoy fue un día que de
tan
claro, era triste.
Todos juntos en el patio,
bajo el cielo a que el sol nos absuelva.
A entibiar la piel bajo los trapos con
la cara lavada
la arena y los labios resecos,
y el sol.
La lluvia no se anima de mojar nuestros bocados,
la luna es blanca, como en un frigorífico, y
nos damos
un abrazo enclenque: no podríamos no hacerlo.
No me atrevo, nos decimos. La distancia
es la paz que no debería perdérseme.
La victoria
es la honra de quien se aleja; ya no me mires.
Ya no toques esos claveles porque va a llegar la primavera.
Quédate levantado, obstínate, si crees en la intemperie.

viernes, 27 de agosto de 2010

Niveles

Papá y mamá se habían ido. Cuando llegué iban saliendo y me habían prevenido del Mercedes color azul metálico estacionado en el techo de nuestra casa. El dueño volvería en algún momento. Simplemente había que asegurarse que no se le ofreciera nada. Cuando era niña papá tenía un Ford al que llamábamos La perrera, pintado de ese mismo color. 
Estaba en mi habitación, iluminada con una luz cálida y preciosa, cuando escuché que, sobre el techo de la sala, el motor del Mercedes empezaba a roncar. En nuestro garaje, ahí, planta baja nomás, estaba el Orion rojo modelo 95. Mis tíos aún lo conservan y a mí me gusta. La pintura es de un rojo especial.
Cuando el Mercedes bajó del techo por la rampa -que era simplemente alguna pared del frente de la casa inclinada en un ángulo de 45 grados- recibí un montón de información que atravezó mi cabeza, como un video. No es que la haya descubierto enseguida o la haya sabido de antemano sino que en ese momento, ocupando tiempo, antes de abrir la puerta de calle para salir a despedir al huesped, hubo para mí esa presentación informativa: El precioso automóvil estacionado en el techo de mi casa no era de un viejo libanés de piel curtida que sostenía en los labios una boquilla con un cigarro light en la punta, como había sospechado yo al principio; era nada más y nada menos que del autor, novelista, el fabricante más prolífico de bestsellers en el mundo, Stephen King. El informativo, muy bien editado, documentado e ilustrado, me contó que Stephen King tenía una hija. Una nena que había nacido entremedio de una relación tortuosa con una mujer. Ella había tenido un trágico destino que no hacía falta detallar. Los medios, un juicio, no sé qué más cosas, habían hecho un jaleo espantoso y terrible alrededor de aquel bebé que por nada del mundo podía quedarse con su madre, tenía por padre a un escritor alcohólico de cuya cordura dudaba la ley, y además la bebé padecía alguna enfermedad que limitaba su capacidad mental. Stephen King, luchando contra todos los obstáculos, había sido valiente y había criado a su nena. 
Tal vez habría que mover el Orion para que Stephen King pudiera echarse en reversa para salir. Yo nunca he manejado el Orion. Aunque quizá pensándolo bien, el mercedes sí daría la vuelta; era un coche pequeño, de esos que no tienen asiento de atrás más que una especie de maletero o en el que sólo cabe una persona ridículamente sentada a lo largo. Abrí la puerta de calle y efectivamente Stephen King había podido maniobrar. Esa fue la primera señal que tuve de que era un hombre sencillo. Habría podido gritar que le corriéramos esa carcacha si se le hubiera dado la gana, como un rico pelotudo e inútil. Pero no lo hizo. Había frenado el auto sobre el empedrado, frente a mi casa, y apagado el motor. Su puerta estaba abierta y él hacía una llamada de trabajo por el celular. En el asiento del acompañante había una chica. Cuando me acerqué, Stephen King pidió un momento a la persona en el teléfono y se presentó conmigo. Me tendió la mano, me dijo su nombre. Lucía Malvido, mucho gusto, le dije yo. Y él tocó mi hombro y con un gesto paternal se disculpó con la cabeza y retomó su llamada. Yo me acerqué al auto para saludar a la chica. En el informativo la hija de Sthephen King era sólo un bebé, pero eso había sido hace mucho tiempo. Tendría mi edad. Su piel era cobriza y estaba además bronceada por el sol. Iba arreglada con excelente gusto: corte de pelo carré, pequeños aretes dorados, una camiseta de punto, mangas tres cuartos y escote en v de un color verde ficus y sus pantalones eran de gabardina delgada, de un verde pálido, menta. Su perfume olía bien también. Estiré la mano para estrechar la suya pero sería propio darnos un beso, aunque para eso yo tenía que sentarme en el asiento de Stephen King. Siéntate, dijo ella, sabiendo que su padre se demoraría. Venían de pasar el día en algún spa, bañándose en algún lado, algún tipo de club o balneario. Habían dado una caminata y disfrutado del domingo juntos y en paz. ¿Por qué estacionaban en mi techo? Bueno, todos los techos son iguales. Podrían estar pegados. Simplemente sería como un nivel un poco superior, nada más. No tenía demasiada importancia. 
La tarde tenía ese sol mandarina que no quema sino que entibia dulcemente. Estuvimos platicando un poco. Los asientos eran de piel color hueso y combinaban muy bien con las molduras de madera y el azul acero del auto. Ella era muy amable, muy linda e inteligente. Su discapacidad sólo se notaba en una untuosidad particular en su voz y una de sus manos no se había formado bien por lo que no tenía dedos más que uno muy pequeñito. Sus rasgos no eran muy diferentes a los de su viejo, aunque llamaba la atención que su piel era mucho más oscura, como la de un pielroja. Su nombre empezaba con S. 
Mientras le decía algo, ví una cosa que se movía en la pequeña ventana detrás de ella. Le dije ¡Mira eso!: una oruga, como un gusano de seda pero grande como una esponja, estaba esquinada en el ángulo del vidrio y se movía. Era negra y verde y amarilla, con un patrón curioso como todas las orugas, y en algunos puntos tenía manchitas color malteada de fresa. A mí me daba un poco de miedo. No parecía mala o algo así, pero era grande. Quizá quemaba, como algunos gusanos. No hace nada, me dijo ella. Se habría metido en el auto. Vendría del nivel de allá arriba. Simplemente querrá regresar a su casa. Y la gorda oruga recorrió despacio su camino. Eso implicaba pasar por donde yo estaba, por lo que salí del auto y me acuclillé junto al asiento para verla desplazarse. La observamos durante un rato largo. Era muy bonita. S no le tenía miedo y la tocó un poco para orientarla. Mientras tanto Stephen King discutía con alguien que le decía algo de unos archivos que tendría que reenviar. Renegaba porque los traía en el celular pero no estaba seguro de cómo mandarlos y, un poco embolado, pedía indicaciones a la persona que hablaba con él, quejándose de que por estos días la tecnología resultaba a veces tan un dolor de huevos. S me sonrió y yo a ella. Esas sonrisas que resumen las cosas cotidianas.
Mientras esperaba con S a que su papá terminara la llamada, en la casa de la esquina también había unas personas esperando. Eran dos tipos, uno más joven y uno más viejo, muy flaco, que tendría casi cincuenta años y una rala melena larga y canosa. Usaba bermudas como para hacerse el pibe. Un forever planta y el otro por ahí. El vehículo en el que esperaban sentados era como una carreta. Y se sentaban bastante juntos respetando el lugar que ocuparía la persona que faltaba. Empezaron a cantar esa canción que dice “y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y las dos, y las tres...” Su tono era terriblemente desafinado y yo y S nos reímos. Después empezaba a ser insoportable. Era gracioso que nosotras también estuviéramos esperando, pero a pesar de los cánticos de borrachos, Stephen King no se distrajo ni un poco de lo que lo ocupaba. S me preguntó si tenía hermanos y le conté algunas cosas acerca de ellos. Que ya vivían cada quien por su lado, que mi hermana vivía con su chico y todo eso. Algunas anécdotas de cuando yo era chica y mis hermanos eran adolescentes. Nada del otro mundo, sólo mis impresiones de entonces; las locas ideas de los chicos de quince y dieciséis años que yo admiraba tanto. En la pared de ladrillos de cemento debajo de mi ventana, todavía se podían leer frases escritas con aerosol color vino, que los amigos de mi hermano habían escrito en esa época. La más desubicada decía algo del whiskey. Había una, escrita por el Negro Cobos, que decía Juan sírveme un meñoqui gratis. Recordé al Negro sentado en la mesa de la cocina de la verdadera casa en la que crecimos, diciendo algo sobre que siempre había menú, la comida era rica y además era gratis. Y entonces siempre que tenía hambre, preguntaba si no había menú (meñoqui, qué sé yo. También menú es gracioso).
Hubo una elipsis sonora en la que, mientras yo pensaba acerca de el origen de la palabra meñoqui, Stephen King suspendió su llamada, se despidió de mí muy amablemente y me dió las gracias. Un gran tipo. Se ve que un gran padre también. S y yo nos dimos un beso y nos dijimos que había sido un gusto conocernos y charlar. La molesta voz de los borrachos pasó a segundo plano y caía la noche. El Mercedes, del color de la noche nueva, sonó y encendió sus luces blancas, dio vuelta en la esquina y desapareció. En algún lugar, alguien me esperaba a mí también.
Me despertó mi propia risa: Meñoqui gratis, jejejeje.

jueves, 12 de agosto de 2010

Acopiando viento

Si el cielo no tuviera hoy ese uniforme celeste y viejo.
El Plata café con leche. El tango de esa noche cantándole al humo de un cigarro, otra vez como si cada rizo gris fuera inesperado.
Un viejo marino descubre la melancolía en el horizonte, tierra a la vista, como si fuera la última vez, la primera de todas, la única que hubiera conocido.
Ha cruzado todo el Atlántico para llegar hasta aquí ya que todo tiende hacia el ocaso. Durante la noche enfrenta a la oscuridad, resiste, y muere. Pero la muerte y la honra son la vida: el sol ha renacido.
La esperanza de que vuelvas. De que halles la hermosura en un nido de gusanos. Si creyeras un poco.
Por qué quemaste a tanta gente con tu pólvora. Por qué llamaste putas a las que cerraron los ojos en tu pecho, y hablábamos del alma, del héroe, del vacío...
Yo también he maldicho la carne. Yo también he malvido los campos.
He pisado las semillas, Señor. He afilado los colmillos de los cerdos para infectar sus raíces; con la luz que tuve en mis brazos frabriqué veneno. He calentado el hierro para grabar mi nombre en sus ancas. He ayunado con ron y llanto esperando convertirme en perla, en ostiones, en almejas. He dormido más de la cuenta. He contado más de lo que escribiré nunca. He andado tanto para llegar hasta acá: el mismo sitio que nos vio partir. Quisiera no morir nunca Señor. O morir en el mar, un día martes. En el misterio del mar con sus posibles monstruos. Descubrir las sirenas. Ver a las tortugas que sostienen el mundo. Acariciar su espalda de roca; contemplar cómo le crece al coral el cabello.
La Victoria flota en una nube ceniza y no puedo ver hacia dónde apunta su frente. Sólo sé que vamos adelante, sin torcer el rumbo, acopiando viento.

martes, 10 de agosto de 2010

El recurso soñado

Había grandes salones de luz pálida como la miel de maíz. Los pisos eran fríos. Escaleras por las que sólo pudimos bajar y las venas del mármol lechoso eran casi negras, rojas o azules como entrañas. Había cosas doradas. A lo mejor los marcos de los cuadros que hubiera en la pared, los listones que sostenían las cortinas, los candelabros en la superficie de los muebles, el pasamanos de la monstruosa escalera. No estaba sola sino que había otros conmigo. No estábamos preparados para la misión. Todo era demasiado grande. El techo de aquel sitio estaba por lo menos a diez metros de nuestras cabezas. De haber sido necesario abrir un cajón o manotear un picaporte, hubiéramos tenido que hacerlo entre dos o tres y de todos los que podrían haber estado conmigo sólo puedo asegurar que no somos -ni en sueños lo éramos tampoco- acróbatas, karatekas ni agentes secretos. Sólo nosotros, los mismos de siempre con lo bueno, lo malo y lo feo, enfrentando ese espacio, esa presencia que nunca pudimos ver pero que estaba allá arriba acechando; un ogro, la vehemencia del mal, las cosas que nos persiguen y de las que no nos podemos deshacer porque están adentro nuestro. Dejarlas atrás sólo es posible quitando, como quien arranca una costra, un pedazo que tal vez no sirve pero, de menos, va a doler.
No sé muy bien cuál era la misión. Sólo sé que debíamos sobrevivir a ese sitio. No perder a nadie en el camino, formar un equipo y ver por la seguridad de todos. Resistir a lo que fuera que estuviera allá arriba y en todas partes, con su frialdad y su blancura se filtraba despacio adentro nuestro. Nos hubiera convertido. Nos hubiera transformado en sal o en piedra alejándonos de toda posibilidad de volver a ser nosotros mismos, de volver a calentar nuestra piel o darnos un abrazo, de percibir la luz más vulnerable, esa que se enciende junto con la madera y que puede ser color de rosa, lila o crema como un durazno. 
Íbamos contra el reloj. Teníamos que salir de ahí y debíamos hacerlo rápido. No bastaba con salir por la puerta: afuera no había nada. No habría nada hasta que resolviéramos el asunto. Necesitábamos organizarnos. Teníamos que usar todos los recursos y las capacidades de cada quien. Teníamos algunas armas pero nos dábamos cuenta que no servirían de nada. Sosteníamos esos palos en el aire sólo para aferrarnos a algo, pensando que tal vez sería mejor agarrarnos de las manos. Llevábamos lo puesto, lo que uno siempre trae encima. Como mucho un cinturón, un reloj, un celular, un alfiler de gancho.
También pensamos en ceder. Hacer un círculo, apretados unos contra otros, las cabezas juntas, el calor de nuestros alientos, y despedirnos de todo ahí, en la penumbra formada por la fuerza de nuestros cuerpos, como una casa en ninguna parte, ahí... decirnos hasta nunca. Morir juntos. Con recuerdos, con amor.
Pero no lo hicimos. Necesitábamos una idea, un último intento. Las reglas eran esas, como las de un cuento de hadas o una historia épica.
Se me ocurrió una idea: desde algún dispositivo que no sé quién tenía o de dónde sacamos mandé un Twitter. Tampoco sé qué decía pero eso nos salvaba. Es gracioso.
Creo que lo que sucedió fue el hallazgo de la posibilidad de romper la ley de ese sitio de un modo tan simple, con algo tan al alcance, una ocurrencia que aplastaba toda la coherente y lo serio de ese mundo tan fácilmente como aplaudir sobre un mosquito. Tal vez esa fue la clave del éxito. Me hizo pensar en los recursos que tenemos y en lo importante que es cómo, cuándo y para qué los utilizamos sin importar qué tan bastardos pensamos que son. Yo ni siquiera tengo Twitter.
Hacía bastante que no posteaba. Pensé que valía la pena compartir esto.
Les mando besos.
Lu =)!



miércoles, 14 de julio de 2010

Amoral

Miles de personas se congregaron hoy en distintas ciudades de Argentina, convocadas por la iglesia católica, para expresar su desapruebo a la derogación de la ley que licita el matrimonio entre parejas homosexuales. Una visión terrible: hombres y mujeres del siglo veintiuno, nuestros congéneres, nuestros contemporáneos, los sujetos con los que debemos compartir el mundo. A los que les cedemos nuestro lugar en el colectivo, a los que les ayudamos a levantarse cuando se tropiezan en la vereda, los mismos que dicen seguir el ejemplo de Jesucristo, un tipo más que dedicó su vida a intentar difuminar esos bordes que entre todos nos esforzamos en poner en medio de nosotros y continuamos separándonos, segregándonos, evaluándonos. Seguimos siendo esos mismos salvajes con bikinis de mapache con un defecto de fábrica extra: como ya no tenemos que preocuparnos por sobrevivir porque vivimos en un mundo de excesos; como ya no tenemos que preocuparnos por trascender porque las siliconas de nuestras nuevas tetas no se van a biodegradar jamás, muestra de que estuvimos en esta tierra; como no tenemos que preocuparnos por las pestes porque Lysoform viene en aerosol y mata el 99% de los gérmenes, como vivimos en la fértil y salvaje Latinoamérica y todavía le cuelga para que hasta acá llegue la guerra que lo devaste todo y nos deje lo suficientemente desnudos como para darnos cuenta de que todos somos iguales... Nos queda algo de mierda que adquirimos en algún momento del camino, craso error apostólico cortesano, de la que todavía no podemos deshacernos y que, para nuestro pánico, entre más banal se vuelva todo esto, más tiempo vamos a tener para seguir trayéndola a colación: La moral.
La moral es una cosa absurda que no existió nunca hasta que los seres humanos estuvieron lo suficientemente al pedo como para empezar a fijarse en los demás, aún cuando el bien común ya había sido conseguido. Como ya estábamos bien a un nivel masivo (no digo que fuera justo, simplemente ordenado) -habíamos conseguido crear un sistema jerárquico general en el que había un sitio para cada cosa, incluso para la perversión, para la corrupción, para la enfermedad-, empezamos a aburrirnos tanto de no tener nada de qué quejarnos que no nos quedó nada mejor para hacer que ver la paja en el ojo ajeno: reciclaremos la metafísica y la utilizaremos para darnos a todos en la madre, para retorcer todo lo retorcible. Enjuiciaremos a los padres que fotografían a sus niños sin playera porque nosotros mismos somos tan asquerosos que no podemos mirar esa escena sin salivar. ¿Si no por qué lo haríamos?
Porque una cosa es sentarse a hablar con alguien, cuando algo te afecta directamente, y decirle mira, lo que estás haciendo a mí me hace mal. Eso tiene un sustento de amor. Un sustento de comprensión. Agradezco infinitamente el estar rodeada de seres que son capaces de hacer eso, de poner por delante el respeto y el cariño. Que por más que todos somos prudentemente ateos nos limamos la cabeza para convencernos de que somos hermanos. La ética es natural al hombre y podemos explicarnos, discutir. Tal vez no lleguemos a nada pero podremos decir, bueno, está bien… me sigue doliendo pero escuché lo que dijiste y, lo crea o no, agradezco que hayas estado frente a mí y lo hayamos aclarado. Pero la moral es una construcción deshonesta producto del malentendido de la libertad humana. Del estúpido síndrome de abstinencia. De la gente que sólo puede controlar el hoy ya que no alcanza a avistar lo que le puede pasar mañana. Como los alcohólicos anónimos que deciden seguir llamándose a sí mismos enfermos cada día en vez de elegir curarse o chupar en paz. Como el “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” con la megalomanía que implica el creerse capaz de hacerlo todo ahora mismo. Y hoy te juzgo, te rechazo, te limito, te tiro mala onda ya que estamos porque quién sabe si mañana lo podré hacer.    
Es en verdad triste que desde lo particular hasta lo universal sucedan cosas semejantes a esa. Que nuestros semejantes canten respeto y después nos digan que lo que hacemos, lo que somos, nuestros valores están mal, que somos malos. Una maldad abstracta que sólo llevamos cargando porque alguien nos la puso, nos la tiró como la piedra del evangelio de San Juan.
“Ah, pero si yo quiero tirar una piedra, la tiro. Soy un hombre libre” Sí mi amor, tírala y córrele en la dirección opuesta. Pero las pedradas duelen. Y los que las reciben, también pueden tirártelas, mañana, cuando te vuelvan a encontrar. La única piedra con la que se puede tirar y después dar la cara y decir no me arrepiento porque lo hice con el corazón, es el amor. Y ellos, lo que estaban esta tarde en la plaza, no saben nada de eso.

sábado, 10 de julio de 2010

Lo que se acerca

No se lavó los dientes porque le gustaba el sabor que el humo le dejaba en la boca. Todo puede ser hipotético. Tomaba agua de la llave porque creía que estaba limpia. Sabía que podíamos ser tan chiquitos. Lugares comunes. Indefensos. Hemos deseado tanto dejar de estar solos y con las cortinas cerradas nos espiamos para ver si tenemos los ojos abiertos. Que pueda besar tu frente, acariciar tu mano. Y me aterrorice que la oscuridad fuera sólo un largo equívoco, y regresar a ella porque es más fácil, más rápido. Obvio. Que viva en mis sueños aunque logre desterrarla de mi vida. Está aquí y es nuestra. También debemos amarla. Y eres mi amigo, mi hermano, mi padre…

.- ¿Se acerca el fin del mundo? Preguntas conteniendo la voz.
No lo sé, mi nena.
Pero algo está cambiando. Estamos creciendo.

Vine hasta aquí para encontrar el amor. Tiemblo de frío, pero lloro y sonrío. En esa foto puedes ver cómo brillaban tus ojos ese día. No podrías arrepentirte nunca. Un vampiro, un árbol, un samurai, un duende, un maestro, un brujo, un camello. Un alacrán. Una magnolia. Una fuente.
Una canción que has escuchado mil veces. Los kilómetros recorridos. Los niños pequeños que podrían ser tus hijos.

miércoles, 30 de junio de 2010

Algo viejo

Aquí está la gente que amo. Ellos. Los demás. Aquí dentro estoy yo. De este cuerpo, de este cuarto. En este lugar. Nosotros hemos ido y vuelto. Ellos no volvieron. Los abuelos se fueron ya. Y yo los amo todavía.

Una silla de un aeropuerto. Un hombre viejo y una joven esperan sentados. La joven trae un bolso de mano grande y pesado que está junto a sus pies.

V: 28 de agosto de 1980. Otra vez aquí. Esta es la última vez que vuelo. La última vez que volví.

J: ¿Estabas en este aeropuerto?

V: Todos son iguales. Lo que uno siente es lo mismo.

J: ¿Siempre es lo mismo?

V: Siempre.

J: ¿Pero por qué abuelo?

V: Supongo que son los lugares donde uno se da cuenta que la historia se repite.
¿Tenés el pase de abordar?

J se asusta. Abre y hurga en todos los cierres del bolso de mano. Finalmente encuentra el pase en el bolsillo más externo.

J: Aquí está.

V: Ahí estaba...

J: No soportaría la idea de quedarme varada aquí.

V: ¿Crees?

J: Imagínate. Esta sensación todos los días.

V: La misma.

J: ¿Cómo la misma?

V: ¿Qué sentís?

J: Que este es el lugar más horrible sobre la tierra.

V: ...

J: No sé por qué. Los aeropuertos deberían de ser algo bueno. Lo son para el resto de la gente. Sólo están viajando.

V: ...

J: Pero tú no estás viajando. No estamos viajando ahora ¿Verdad?

V: No. Casi nunca.

J: ...

V: Vamos o volvemos. Todo el tiempo será así.

J: ¿Esperar?

V: No, vos todavía no esperás.

J: ...

V: Volvía de Miami. Me habían quitado el tumor. Me dolía el cuerpo pero lo peor era la espera. Todo era lo mismo. Esperar a irse. Esperar volver. Sabía que me iba a morir. Por primera vez lo supe, parece una estupidez... Estar acá sentado era justo lo que no quería hacer: esperando a morirme. Y de cualquier forma parece que así es: sabés que te vas a morir y a partir de ese momento ya no podés olvidarlo nunca. Esperás que llegue ese día sólo porque sabés que va a llegar. No es algo que recuerdes. Sólo te queda la vehemencia de hacer que valga la pena.

J: Sí valió la pena abuelo.

V: Los días pasan igual nena... las ideas son las mismas. No cambia nada adentro de uno. Seguís siendo el mismo. La vida es hermosa con todo y la espera y lo mucho que uno deja en ir y venir.

J: Se me olvida eso. Se siente igual ya: ir o volver.

V: Te vas vaciando. Pero eso no es malo.
Pensaba este día si morir sería como volver o como irse. Para mí volver siempre fue mejor.

J: ¿Y cómo fue?

V: Fue como irse.

J: ...

V: ...

J: "Esperar..."

V: Estar acá no era tan malo. Era volver al fin, a casa.
¿Qué tenés en ese bolso tan grande?
 
J: Mis cosas. Una chamarra, un suéter, un estuche de cosméticos, uno de lápices, un cuaderno, tres libros, paletas de dulce, mentas, un pañuelo que me dio papá, un rosario que era de la nona, una botella de agua, un paquete de galletas saladas...
 
V: No vas a necesitar nada de eso. Abrigate antes que sientas frío. Comé lo que te puedas comer. Píntate los labios cada vez que te acuerdes de hacerlo. Rezá cuando tengas ganas. ¿Y el pañuelo?
 
J llora.

J: Es que a veces lloro.

V: Está bien que llores. Uno llora cuando vuelve.

J: ¿Estamos regresando abuelo?

V: Vos sí mi amor... ya nunca te vas a ir, hasta que te mueras. ¿Entiendes?

J: Creo que sí.

V: Sí Lucía...

J: Nunca me habías dicho Lucía.

V: Es por tu nona. Para mí Lucía era ella. Era mi Lucía.

J: Ya van a estar otra vez juntos abuelo.

V: Ya lo sé mi amor. Ni siquiera la extraño. Todo el tiempo estamos juntos. Pero extraño decirle su nombre.

J: Desde aquí ¿No puedes llamarla?

V: Puedo, pero no me escucha. Sólo lo intenté al principio, porque allá, las pocas veces que se escucha, duele.

J: Puedes nombrarme a mí. Hasta que me vaya.

V: Sí Lucía.

J: Abuelo.

V: ...

J: ...

V: Lo que más se extraña es la vida Lucía.

J: ¿Cómo dices?

V: La vida. Lo que se extraña es la vida, querida.

domingo, 20 de junio de 2010

Galactic Heroes

En nuestra piel, el olor, en el límite entre los ojos y las lágrimas, la risa, cuando el cielo brilla nunca tan azul como hoy.
Las flores de las bugambilias caen sobre nuestras cabezas. Al andar nuestros pies tocan la tierra. No somos los primeros ni seremos los últimos. Los últimos hippies. Me alegra tanto que estemos aquí.
La música nos empuja, chocamos nuestras manos, nos damos un beso en la orilla de la boca porque todavía nos da vergüenza amarnos.
Toda esa ternura.
Ayer la luna estaba partida por la mitad como por un cuchillo que se fue curvando en los extremos conforme se hizo de día. Esa luna de Mortal Kombat convirtiéndonos en niños otra vez. El mundo enfrente cruzando la calle. Y nos sentamos en la banqueta sin pensar que los domingos son el mejor día para vivir. Las fachadas de los edificios que llevan mucho tiempo en su sitio. Los templos donde la gente se congrega a rezar, a tratar de comprender, mientras los niños juegan y se tropiezan en los pasillos, se caen, se ríen. Pasar por la biblioteca con esas ganas de hacerte la señal de la cruz, cuando los muros se vuelven gemas transparentes que puedes meter en tu bolsillo. Los llevo conmigo. Los guardo en mi recuerdo, me acompañan aunque esté lejos. Las palabras. Las cosas. El límite de nuestro cuerpo que no alcanza para abrazar todo lo que entra en nuestra cabeza, todo lo que intuye nuestro corazón y sin embargo no existe nada en el mundo que sea mejor que esa casa formada en la penumbra cálida del otro. Y es que a veces te siento tanto que me convierto en mar, te extraño como si siempre hubieras estado en mi interior, me gustas como esos carteles de neón con sus luces fluorescentes, te quiero como se enciende la llama de una vela, para que esté ahí iluminando un círculo perfecto que se sabe que va a terminar por estrecharse y finalmente se apaga.
Mi propio cuerpo, mi propia luz, encarnando toda la otra. Violeta y azul, durazno y lila. Verde pálido como el agua de una pila. Palpitas adentro mío como un corazón eterno y en el final sólo está eso. Mi abuela se llamaba Lucía, y su abuela también. Las manos de mi padre como una crisálida que espera. El regazo de mi madre, como una cuna que nunca cesa de mecerse, con el viento, cuando llueve, cuando golpean los platillos y se cierran los puños, con la esperanza perenne que entraña el que digas “más allá del infinito”.
Las ligas de mi cuerpo, que se estiran y se tensan para brincar los adoquines de dos en dos o se expanden para acurrucarme frente a ti, tapados bajo las sábanas. Los vellos de tus brazos que no terminan de abrigarte hasta que te tengo cerca. Y agarraste mi mano y apretaste mis dedos. El mundo como un experimento efervescente, como esos dulces que te hacen espuma en la boca, como la furia de un perro enjaulado cuya dignidad no se ausenta nunca. La mirada de una niña de color canela que cuida a su hermanito. Abrigados, por la tarde, arrancando las flores del pasto. Esa mujer es grande. Es tan grande en su interior que sus ojos casi no pestañean y de sus pestañas se sostienen las partículas, el punto de fuga desde el que se crea todo lo que existe.
Somos una parábola, la posibilidad de trazar cualquier camino a partir de un punto. El peso de la tinta. Como poner una cruz donde antes no había más que el vacío. Como el saco de tela del que se saca un conejo. Para nosotros, la ausencia de color es el rojo.
Confío en ti. Podrías ser el padre de mis hijos. Tu cuerpo es perfecto, como el mío. Nuestros errores y nuestros aciertos nos han traído aquí haciéndonos hermanos. Déjame apoyar mi cabeza en el hueco de tus clavículas. Quiero oír cómo el blanco vibra hasta volverse sangre, quiero arder esta cortada con un gajo de limón, quiero hacer crujir las costras entre mis dientes y tomar una bocanada del aire que exhalas. Quiero que pases tu lengua por mis encías y sentir cómo la vida toca lo que está adentro.
Lo siento ya como una ola que estalla bajo mis costillas. Los hombres hicieron esos ladrillos iguales el uno al otro. Los hombres trazaron esos senderos que se ven desde los aviones, desde los asientos, desde las ventanas que gritan que la armonía no es susceptible de trocarse. Que una caja llena de piedras puede contar todas las historias. El brillo del filo de ese cuchillo puede cortar la carne de un mamut.
A ti también te amé y ayer no había sido tan feliz como hoy. Las cosas se reúnen, se juntan, sólo así pueden existir. La forma, la materia, eso que ni un bosque entero rendido ante nuestras máquinas puede tirar abajo. La ética que no es más que el valor que le asignamos a las cosas. Todo esto que no es nada y que solamente juntos podemos convertir en una suma.
No te vas a ir nunca porque estuviste aquí. No te disuelves porque todo se hiela. No te extingues porque la luz sólo se apaga para hacerte acordar que permanece.

domingo, 13 de junio de 2010

Niños

Lo bueno de mentir -confió- es que puedes platicar mucho más con las personas. Y todos hablan y todos escuchan.
¿Tú dices mentiras?
¿Qué? ¿Tú no?
No.
Dices eso porque no te has dado cuenta de lo bueno que es. Por ejemplo cuando una persona está hablando y dice Yo conozco un lugar maravilloso, tú, aunque no conozcas ningún lugar maravilloso, puedes decir Yo también, y así la otra persona te toma confianza y te considera como un igual.
¿Pero si se entera que estás mintiendo?
Bueno, eso puede ser malo, dependiendo de la moral de la persona. Si no le importan esas estupideces, tampoco va a importarle que mientas, lo que importa es que tú y él, o todos lo que participen en la conversación, no importa que digan la verdad o una mentira, es que estén contentos, que se emocionen. ¿Comprendes?
¿Cómo si jugaras un juego?
Claro. Como si jugaras un juego. Es un juego. Sólo que las personas que no les gustan las mentiras generalmente lo arruinan.
¿Por?
Para que sea divertido todos tienen que creer en el juego. Incluso hay gente que sabe qué cosas son mentiras y qué cosas son verdad, pero sabe jugar porque se entretiene en escuchar las historias en vez de pensar si sucedieron o qué partes son inventadas.
Yo conozco un señor que siempre que digo que mi casa es grandísima como un castillo me dice que eso es mentira.
¿Ves? Supongo que no te gusta.
No. No me gusta. Porque después ya no sé qué decir. Me da vergüenza y siento que me tengo que quedar ahí parada pero siento ganas de irme.
Sí, es gente muy tonta. Que hace quedar mal a los demás. Disfrutan de incomodarte.
¿Incomodarte?
Sí. Esos momentos. Cuando te quieres ir. Te miras los zapatos y no sabes dónde poner las manos. Te das cuenta de que cualquier cosa que digas ya no le va a importar. Son como las brujas malévolas: cuando te dicen que eres un mentiroso te hacen sentir malo y te transformas en sapo por un momento.
¿Te transformas en sapo?
O algo así. No en sapo, porque los sapos no son malos, pero algo así.
Sí.

Pero yo te voy a decir una cosa. A mí no me importa que digas mentiras. Es más. De todas las cosas que me has contado no sé cuáles son verdad. De todos modos me gustan. Tú eres linda.

¿Parezco un sapo?
No. Porque tus mejillas se pusieron coloradas.
Ah.

Es que también te puedes sentir incómodo por algo bueno, y te conviertes en un helado de fresas o en una manta de lana o en un gato pequeñito.
A mí me gustan los gatitos.
A mí también.
A mí también.
¡Es la verdad!
Sí. Yo te creo.

jueves, 27 de mayo de 2010

Cerca de las estaciones

Así, como se sostienen las manzanas en torno a las estaciones, así será el mundo cuando se acabe.
Las ciudades en sus extremos más apretados, donde más fuerte palpitan, ahí es donde de a poco se extinguen. Se vacían donde más fuertemente están asidos sus cimientos, donde aguardan esos edificios que no van a caerse nunca, ni aunque llegue un invierno oscuro a postergarlo todo.
Esas calles abiertas por el esternón, sus costillas de adoquines rosadas que todavía sangran debajo del asfalto, están ahí desde antes que nosotros y hasta después de nosotros. Los hombres sin darse cuenta pusieron mucho más ahínco en desdibujar sus idas y venidas que en honrar a los dioses con esos templos azules y puntiagudos. El espíritu de los hombres se parece más a esos pies que caminan por los costados de las autopistas, a esos hombres que andan por caminos que no están hechos para que anden los hombres.
Pero los hombres que habitan en esos sitios conocen las almas mejor que otros. Mejor que los de las luces violetas, más profundamente que los de los húmedos templos. La vida en esos pasillos descascarados, verde pálido y debajo el vino, es como fue siempre y como será en el porvenir. No importan los satélites ni los kilómetros, sino el abrigo, el olor a pan y a café a cualquier hora del día o de la noche, poder cambiar algo que se saca de un bolsillo por una cama para echarse cuando uno está cansado. Los hombres de las manzanas en torno a las estaciones no juzgan a otros hombres. Ofrecen comida tan sólo por el precio que cuesta hacerla y mantener una luz encendida. Venden bultos, bolsas, mochilas, maletas, baúles buenos y baratos porque saben que los hombres van y vienen, que lo que uno posee sólo lo ha conseguido con trabajo y tiempo y que el espacio, no importa si es aquí o en alguna otra parte, sólo se llena con esas cosas. Libros, cobijas, sombreros.
No existe la lástima en torno a las estaciones. Por eso los que no tienen techo elijen los escalones anchos sobre las banquetas de esas calles para dormir junto a sus perros, tender sus cartones y envolverse en sus gabardinas. Ahí van a parar las cosas que la gente ya no quiere o no puede llevar consigo. No hay ninguna vergüenza en recogerlas y darles un nuevo sitio y un nuevo nombre. Se puede trocar un buen par de zapatos por un café con leche y una ración de pan con mantequilla y dulce; nadie dice lo que es valioso o necesario. Se puede también pasar desapercibido porque cuando uno pasa por ahí es igual a cualquier otro: todos hemos buscado a alguien en una noche helada para que se acueste a nuestro lado; todos hemos deseado compartir un baño de agua tibia y un pedazo de jabón, el perfume de un pedazo de jabón, y observar la fragilidad de la carne, la vehemencia del frío y la astucia con la que nos metemos debajo de las mantas y nos abrazamos venciéndolo todo: la oscuridad, la inmundicia, la corrupción, la soledad y el agotamiento.
El mundo, el hombre en esas partes, es invencible y de una sola forma, igual al musgo que crece junto a los desagües, igual a un monstruo que camina hacia nosotros a contraluz. Como un pedazo de cinta de seda color de rosa que una abuela compra tras cruzar una puerta que hace trinar unas campanas. La puerta se cierra pesadamente y el vidrio montado en la chapa de metal queda vibrando unos segundos. Un hombre se acerca, sus botas, sus pasos, por el pasillo. En su negocio tiene todo lo que uno pueda pedirle. Y la mujer le pide cinta. Cinta de seda. Color de rosa. El hombre toma una caja de cartón azul marino, le quita la tapa y la pone sobre el mostrador. Dentro hay diez o doce carretes de cinta de color de rosa, rosa pálido, rosa viejo, rosa como chicle de frutas. La mujer siente las puntas de seda entre sus dedos y elije finalmente una, la del color más vivo. Le dice al hombre que es para su nieta. Tal vez para atarle unos moños preciosos alrededor de las coletas. Un metro. Metro y medio mejor, porque tal vez hace falta. Tal vez haya que hacerle muchos moños o dos muy grandes, o uno grandísimo y largo y colgante. Tal vez es para guardar un poco, porque de las cosas lindas uno siempre quiere tener un pedazo guardado para cuando se antoje usarlo, para regalarlo nuevamente en otra ocasión, cuando alguien diga qué hermoso quedaría este suéter con una cinta rosada tejida alrededor del cuello y la abuela abra un pequeño cajón de la máquina de coser y diga yo tengo un pedazo que guardé de aquella vez. La cinta cuesta noventa centavos el metro. Son un peso con treinta y cinco. Y la mujer saca de entre sus bolsas un monedero y mira las monedas por debajo de los anteojos. Paga justo, con una moneda de un peso, una de veinticinco centavos y una de diez. Son sólo esas tres monedas con las que no se paga casi nada que hacen ruido al caer sobre el vidrio del mostrador. El hombre tapa la caja, la acomoda en su sitio y toma las monedas una por una, para contarlas. La cinta enrollada delicadamente y puesta en una pequeña bolsita de plástico. El hombre la entrega a la señora y ella la guarda en otro bulto, adentro de un cierre que queda bien cerrado. La mujer da las gracias y pide permiso. El hombre le dice hasta luego y la manija de la puerta gruñe y abre haciendo sonar de nuevo las campanitas, dejando entrar el viento y el sonido de las hojas secas que barren la vereda. Antes que la puerta se cierre la mujer levanta la voz y repite Hasta luego.
Y por un momento, más que uno sólo, esos hombres estuvieron ahí, complaciéndose infinitamente unos a otros, incluso a otros que estaban lejos, pensando incluso en algo susceptible de suceder entre todos los otros sucesos posibles, haciendo verdadero algo probable tan solo por contemplarlo, por atisbar un calor que aún no existe, emprendiendo un viaje continuamente, yéndose y acercándose a la vez, respetando el tiempo que implica encontrarse con otro, escuchar lo que pide o simplemente dárselo.

viernes, 14 de mayo de 2010

El árbol de quinotos

Se despertó después de haber dormido casi dos días. Entre medio sólo había soñado con ese amor que todos tenemos sin haberlo conocido nunca: el que haría que no estuviéramos aquí, hojeando un libro o durmiendo los días enteros mientras la tierra gira sobre su propio eje, sino en algún otro lado, acompañándonos, seguros de que la soledad no existe, sin este repicar insistente de la ausencia.
Salió a la cubierta para examinar el tiempo. La Victoria parecía inmóvil si no fuera por la ancha estela de espuma que dejaba tras de sí, insistiendo en que realmente ella y el capitán se dirigían a algún lado. Lo bueno, pensó el capitán, es que esta nave es mucho más obstinada que yo. Porque ya han pasado varios días celestes como este, casi sin sol, casi sin viento, en los que lo más difícil ha sido encontrar un motivo para seguir adelante con este viaje. Y el capitán, a pesar de la edad o del cansancio, de la resaca que a veces tenía o el mar tenía tras una tormenta, siempre que no encontraba en sí la justificación para seguir le restaba al menos ese sentido oculto que los marinos tienen, que lo liga a este sitio en la mar porque, como para consolarse, al menos este objeto de madera y chatarra seguía creyendo en él, avanzando en la dirección que él había fijado.
Sintió la frustración que deviene de cambiar de opinión y no poder hacerlo. Quizá el viaje de regreso sería tan largo ya como seguir adelante. Quién sabe si dentro de unos días se empezaba a sentir esa corriente encontrada que remonta los barcos como llevados por la mano de Neptuno sobre crestas de agua y los deposita ante una bahía donde todo cesa, donde se alcanza a ver la boca, el abrazo con el que la tierra recibe a los navieros. Quien sabe…
Rompió con el puño el vidrio de una claraboya de calderas. No le quedó en la piel más que el dolor del golpe y los nudillos quemados por la fricción. Se sentó en el suelo y quiso llorar pero no pudo. Su mano casi intacta le recordaba que aún era un hombre muy fuerte. Su abuela solía limpiarle la frente con un trapo y sostenerlo por el pecho. Le decía sobre lo raro que era ver sangrar a un pez o a cualquier otro bicho de mar, porque la sal previene las heridas y en el mar es más fácil morir de cualquier otro modo que ver infectarse una herida. Y tenía razón. Uno sólo ve la sangre de los peces cuando clava bien profundo el anzuelo atravesándoles la cabeza o cuando utiliza un arpón con poca destreza.
El viento cambió de dirección y había que ponerse a trabajar. Entró a su camarote tratando de no llevarle el apunte a la atmósfera que había ahí adentro de desorden y desconsuelo. Ya sabía que si permitía que esa penumbra cálida lo seduciera, volvería a encerrarse ahí dentro un día más o dos, dejándolo todo para después. Corrió las cortinas y abrió las ventilas para que entrara la luz y el aire. Sintió cómo el espíritu ceñudo de la angustia se escapaba por la puerta como un perro arrepentido. Acomodó su catre y se quitó la ropa. Se olfateó las axilas para ver si tenía mal olor, pero estaba limpio. De todas formas le complacía la idea de bañarse y lavar su ropa, aprovechando que había otros trapos que había puesto en remojo hace unos días y a la cubierta no le vendría mal una limpieza general. Bajó a la pieza del aseo y juntó un par de baldes, trapos limpios, un lanudo. Iba a cortar una pieza de jabón, todavía quedaba mucho, pero inconscientemente recogió en su mano los restos que quedaban en la base, como si pensara que valía más ahorrar lo mejor para después.
En la cubierta enganchó un balde en una polea y lo bajó al mar para llenarlo con agua salada. A la madera le venía muy bien la sal. Observó cómo el balde se hundía en el agua que brillaba delicadamente y, una vez que estuvo lleno, lo dejó ahí abajo jugando, resistiendo la fuerza del mar, yendo de arriba abajo como si brincara la cuerda. Qué limpia era el agua y qué hermoso ese sonido pequeño del balde y la soga que se deslizaban, parecido al que uno escucha cuando la navaja traza surcos en la espuma al afeitarse.
Hizo subir el cubo y tiró toda el agua sobre sí derramándola en el suelo, y las juntas de la madera la hicieron correr hacia todas las direcciones chupándola y expandiéndola. El capitán pensó que era la primera vez que notaba cuánto le gustaba mirar cómo se mojan las cosas y por un momento brillan, cambian de color y la vista percibe cómo se vuelven más pesadas. Enganchó otra vez el balde y subió otra tanda de agua. Disolvió ahí el jabón, revolviéndolo hasta que el agua se volvió lechosa y con un trapo limpio se talló el cuerpo y la cabeza. Desde que estaba en altamar las uñas le crecían mucho. A veces no pasaban más de dos días que ya era necesario cortarlas de vuelta y, al contrario de lo que pasa en la tierra, crecían más las de los pies que las de las manos, tal vez porque las manos estaban permanentemente en contacto con la brisa, trabajando en la caldera, exprimiendo trapos y tirando de las cuerdas, y se limaban solas.
La suciedad de los barcos es distinta a la que se junta en tierra firme. La humedad atrae esporas y pequeñas plantas. Entre las vigas de madera, sobre todo en los lugares donde se junta el agua de las tormentas, habían crecido pequeños helechos y moho. El moho no es bueno porque no permite que la madera se seque y el capitán lo rascó con un cepillo. Pero los helechos eran bonitos y delicados. Parecían vivir ahí sin molestar a nadie, exigiendo simplemente un lugar de dónde asirse. Decidió dejarlos por esta vez. Era como una obsesión de los marinos salvar hasta el más mínimo recurso y él siempre actuaba conforme a esas reglas que había aprendido siendo peón en los buques. La única planta que había traído con él, sembrado en una maceta, era un árbol de quinotos. Era costumbre llevar uno en los barcos porque no requiere absolutamente ninguna atención, sobrevive a todas las estaciones y da frutos regularmente. Pero ahora no veía el propósito de evitar cuidar una planta aunque sólo fuera por el hecho de adornar a La Victoria. A las mujeres les gusta vestir flores y cuidar plantas como helechos. No es necesario que den frutos o sirvan para algo. Recogería un poco de arena y separaría unos cacharros oxidados para mudar los helechos junto a la ventana de su camarote. En la bodega había un montón de sacos de hierbas y quedaban algunas papas, camotes y esas raíces que le habían regalado los chinos que pareciera que nunca jamás se mueren. Había un saco de tierra que debía estar ya muy seca, pero incluso podría hacerla buena de nuevo, poniéndole algunos restos de comida y un poco de abono. Así, aprovechando que el sol estaba cerca y tostaba la piel, aunque el viento ya anunciaba el invierno, pasó la mañana desnudo, haciéndolo todo al mismo tiempo, mitad aseándose, mitad limpiando el barco, yendo y volviendo de acá para alla, con una tela enroscada en la cintura, con pedazos de latas, examinando todo lo que había en la alacena para sacarle semillas, cortando varitas para encontrar que algunas todavía estaban verdes por dentro, como el romero y el beleño. Cuando levantó los vidrios que habían quedado en el suelo de aquel arranque de ira que tuvo por la mañana, una astilla se le clavó entre el meñique y la palma y la sangre salada no dejó de salir por un largo rato. Por la tarde, cuando empezó a caer el sol y su pelo ya se había secado, sacó de su arcón una muda de ropa, se cortó las uñas y se puso un poco de una loción que le había regalado hace mucho tiempo la esposa de un gitano en agradecimiento por llevarle noticias de un hijo que también era marino y casi nunca volvía a ver a sus padres sino que lo pasaba de puerto en puerto, mercando y enamorando jovencitas. Tenía un muy buen olor, a sándalo y otros aceites y le recordaba los bosques de acacias en los que había jugado de pequeño a ser pirata y al olor de las casas de las montañas, los días de frío, cuando se encendía la chimenea. Puso un poco en sus sienes y en su frente. Se pasó el peine y se fajó la camiseta.

Cuando llegó la noche, el capitán se abrigó y se sentó a la intemperie. Sorbió un caldo caliente y se pasó mucho tiempo tocándose la cabeza con las manos para después olerlas, contemplando su ropa y su faja, acariciando delicadamente el pequeño árbol de quinotos, el único ser vivo que estaba ahí con él desde el inicio y al que nunca le había puesto más atención que la de recoger los frutos que otra vez ya empezaban a pintarse de color anaranjado. Una rama delgada le tiró de la piel abriendo de nuevo su herida y haciéndole correr la sangre llenándolo de rabia. Se limpió con la camisa y vio cómo la tela la chupó y la expandió por el tejido, volviéndose más pesada.
Lloró hasta mucho después que la sangre hubo dejado de salirle y antes de irse a dormir, le pidió perdón al pequeño árbol, que parecía no guardarle ningún rencor.

domingo, 25 de abril de 2010

A mamá:

Se fueron ustedes y todo volvió a una normalidad extraña. Una normalidad que se sabe lo es simplemente porque trae consigo una sensación que no es nueva, pero extraña porque tampoco es dulce ni cercana, más bien distante y difícil de especificar el gusto que deja en la boca.
De cualquier modo, como buena normalidad siguió y ese sábado que parecía domingo ustedes se fueron y terminó algo, empezó otra cosa, claramente, nítidamente, precedida por unas pequeñas vacaciones esa tarde y el domingo, sabiendo que en cuanto se hiciera lunes el cambio sería totalmente patente e inmutable.
Como todo cambio, una vez que sucede sigue avanzando y no cesa hasta que inicie el proceso mediante el cual se producirá el siguiente. Por lo pronto no vislumbro nada más que el estreno de Los campos de algodón, que en el transcurso de esta semana se va a empezar a ensayar en el espacio definitivo y hay que empezar a apresurar los preparativos de producción. Está quedando hermosa y me gusta. Ya sabes, siempre me gusta el teatro, no importa si hay odaliscas contando cuentos o locos recitando pasajes de la biblia, o como en este caso simplemente alguien que vende y alguien que compra con la inconsistencia de que el que compra nunca logra decirle su deseo al que vende. Finalmente las cosas se parecen, los genios de las lámparas maravillosas, los vendedores y los compradores, los locos y los cuerdos. Siempre uno tiene un deseo difícil de enunciar y casi por ley lo que no tiene nombre sólo existe de manera abstracta, no sólo imposible de decirse sino también de hacerse o de ser o de estar. Hartante hasta la náusea o hermosamente bello, depende con qué paz, con qué claridad uno se aproxime a ese deseo.
Sin duda no deseaba sacarme un 4 en el examen de lingüística que presenté cuando todavía ustedes estaban aquí. Casi me caigo de espaldas. Pasé dos días muy enojada. Por suerte no tenía nadie a quien tirarle la bronca y, como siempre hace uno en esos casos, lo malo es que me la tiré a mí, pero vaya que me lo merezco. Qué pajera. Eso fue hace ya más de una semana y hoy todavía lloré unas lagrimitas de frustración y de torpeza, tristes por ese puto 4 y también por ese deseo sin nombre. Por que no sea un pececito que nada en una pecera redonda apoyada sobre el marco de la ventana, o un libro cuyas hojas se pasan con el dedo húmedo, o cualquiera de las cosas que se pueden guardar en mi mochila y hacerlas pasar por millas, fronteras, aduanas y llevarlas con uno, acompañándolo a uno, aunque me vaya lejos, aunque estuviera sola, aunque quedara ciega. Estar bien, así, ahí o acá.
Porque la manera más idiota, fácil, rápida y obvia de llegar a la nada es continuar preguntándome si estoy en el lugar adecuado, ya no geográficamente sino ahí, acá, estudiando estas letras que tanto me gustan y sin poder aún explicarlas con palabras rimbombantes, fiel a la idea originaria de que lograré desentrañar los misterios del mundo con sólo unos cuantos elementos simples, sin tablas periódicas ni revolución saussureana, con la periodicidad de los días que pasan y algo que rime con banana.
La vez pasada, en una clase, se pusieron a hablar de algo que parecía interesante: una conferencia que dictó Foucault que se enrollaba sobre el tema de los hombres, la verdad y la justicia. Por ahí saltó alguien a preguntar a qué se refería el franchute cuando hablaba de resistencia. En primer lugar en ninguna parte de la conferencia estaba esa palabra, sino que la profesora la usó para dar un mal ejemplo de algo. El resto de la clase giró en torno a una resistencia inexistente y a contestar una pregunta a una persona a la que al parecer su gorro de lana peruano no le permite pensar en un significado propio derivado de esa palabra y, peor que eso, que probablemente no logre desarrollar uno nunca porque nunca ha tenido que utilizar el infinitivo de esa palabra: nunca ha tenido que resistir nada.
Y bueno… que ellos resistan y oreen sus tubérculos, como dice el capitán de La Victoria en el libro que aún no voy a escribir. Que quemen sus naves y sus libros en la búsqueda, ya no de nombrar a su deseo, sino del deseo mismo. Que quemen sus ojos leyendo lo que alguien escribió acerca de un libro que leyó que hablaba sobre un libro que hablaba sobre otro libro que alguien leía y califiquen esa mamada metatextual. Que aprendan a explicar un concepto con las mismas palabras que usó el primer guey que trató de explicar ese concepto hace cien años. Yo seguiré yendo a la escuela a encontrarme con Aristóteles y entenderme con él, a aventurar comunicarme con alguien, a hablar cada vez menos y escuchar cada vez más, a sentir pena por el pobre franchute que ya está muerto y la gente todavía sigue queriendo meterlo en el ínfimo cajón de la psicología o de la sociología o de la antropología, la historia, la ontología, incapaces de comprender que era un escritor y podía escribir acerca de lo que se le diera la gana y lo hizo. Es tan fácil remover una etiqueta que resulta extraño ver cómo la gente saca de su portafolios millones de pequeños rótulos, acomodados alfabéticamente por materia, título, revoluciones, esperando pegarla en algún lado y creyendo fielmente que una vez que hayan hecho eso significará que lo comprendieron.
Siempre me han gustado las estampas. Las estampas de flores, de zapatillas de ballet, con brillantina. Uno compra una plana y no puede esperar a encontrar el lugar adecuado para pegarle la smile, el hombre araña, el pececito dorado. Es bastante malviajante intercambiar mis estampas de terciopelo por unas blancas, rectangulares y alargadas que dicen METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN u otra más fea todavía FILOSOFÍA DE LA SOSPECHA
???
!!!
Pero ya sabes cómo es, mamá. Yo me sigo riendo cuando algo me da risa. Me sigo sonriendo cuando algo me da gusto, sigo disfrutando de caminar los días que el sol entibia y de tomarme un café caliente a la hora de la siesta. De visitar a los que tengo ganas de ver y de recordar a los que extraño. Todavía no te extraño tanto. Apenas un poquito. Anhelo sí, eso sí. Ir al súper contigo a comprar lo de siempre, llevarlos a ti y a papá en el auto a algún lado, por una avenida ancha o por una carretera, sentarme en la cama con ustedes a leer un pasaje cómico de Umberto Eco… vaya, las cosas lindas de la vida pues, con ustedes.
Cuando evito lo fácil, lo rápido y lo obvio me acuerdo que mi misión en este mundo es pasármela bien. Que soy un personaje cómico. Que no le pongo azúcar al café porque no me hace falta. Que debe haber cierta dulzura incluso en renegar.

* Escribir más. Más.
* Leer más.
* Estudiar más.
* Nada más.

Y todo lo demás está joya.
Te amo madre.
Mil besos.
Lu =)!