jueves, 24 de abril de 2008

Hotel Goya

Se levantó. Debajo de su cuerpo la cobija de poliéster se sentía jugosa. Qué asco. Buscó la manera de entorpecer el desgarre, la decadencia. Se levantó entonces porque se daba cuenta que no había manera de caer más al fondo, o porque siempre había sido una optimista. Hurgó en su bolsa, la cigarrera, su encendedor de gasolina. Escurrió un cigarro por sus dedos, por sus labios, lo encendió y lo fumó junto a la ventana, está prohibido fumar. Seguro todo el mundo lo hace. Miraba la mancha rosada que había quedado plasmada sobre la cama. Esa soy yo, pensó. Miraba los techos de las casas. Esa vista podría ser la que se ve desde cualquier lugar. Todos somos iguales, dijo. A él no le pareció pero permaneció en silencio. No le preguntó por qué. A ella le hubiera gustado tener que explicarle. Sólo era un asunto estético.

Había estado casada con un hombre. Estar con él le hubiera permitido tener otras cosas. Tener cosas. No tener que hacer estas cosas. Y sin embargo un día ella se había ido sin dar demasiadas explicaciones. No eres tú soy yo. Quiero perseguir mis sueños. Tú me estorbas. Quería ser escritora, pero no entendía muy bien por qué era que las dos cosas no hacían sentido. Hubiera podido llevar sus propios planes a término. Hubiera sido inofensivo ser la mujer de alguien y a la vez lo otro pero ella no logró hacer coincidir los dos caminos. Escogió ser escritora. Preparó una maleta pequeña y se fue en medio de una escena digna de Bergman.

Fumaba junto a la ventana. Parecía que iba a llover desde hacía varios días, pero no llovía. Sólo estaban esas nubes encapotando el cielo, pretendiendo una noche a pesar del reflejo anaranjado de las luces de la cuidad. Imaginaba, si lloviera, salir a caminar por la calle y mojarse de pies a cabeza, que esa lluvia le dijera Yo te absuelvo.

No llovía.

Se había olvidado de cuál era el nombre del tipo. Era árabe o latino, no lo recordaba. Quería dirigirse a él de manera digna, hacer valer los tres mil pesos que costaba la hora al lado de ella pero no lo recordaba. Ya faltan sólo cuatro para que sean las cinco horas. Quince mil pesos por unas cuantas horas de horror maldito. La verdad, estaba bien. El problema era que ella no sabía cómo disfrutarlo. Le había parecido fácil al principio. Ahora no encontraba cómo salir de ahí. Se acercaba la migraña, los ojos llorosos, el dolor del alma en las rodillas y a la altura de la cintura. Inclinó la cabeza hacia uno de sus hombros. Sudaba con olor a miedo.

Era normal que el tipo quisiera bañarse. Ella hubiera hecho lo mismo pero él no se lo propuso. Me voy a bañar. Perfecto. Corría el agua de la regadera y seguía corriendo el tiempo sin tener que hacer eso que ella hacía, sin lo que el tipo le hiciera a ella. La licencia de no pedirle nada a nadie ni ser nada de nadie. De no ser la nada de nadie.

Quería escapar. Las personas pocas veces se dan el gusto de hacer lo que en verdad quieren hacer. Escápate, pensó. Vergüenza gremial y orgullo Cosmopolitan. Podía ser que ya estuvieran los quince mil pesos depositados en su cuenta. Hacía esto por dinero. Tal vez porque en el fondo era una puta. Un novio fugaz alguna vez le había dicho que era una puta reprimida. Tal vez lo hacía para demostrar que podía ser puta, pero no reprimida. Y si el dinero no estaba ahí no sería para tanto, una hora no era poco, tres mil pesos no son poco pero no eran tanto.

Escápate.

La víspera, el escape y los otros duelos, lo que haya allá afuera será mejor que esto. Se vistió. Iba a dejar algo de ella sobre la cama y no lo hizo. Con una acción perturbadora es suficiente para demostrarle algo a quien sea. Abrió la puerta apoyando el peso de su cuerpo sobre el picaporte para que las bisagras no hicieran ruido. Cuando la cerró tras de sí ya nada le importaba. Corrió por el pasillo alfombrado, los pies fríos percibían el ardor de la fricción, los tacones en la mano, su pesada bolsa le rebotaba en la cadera y las cosas sueltas adentro de ella hacían ruido, si es que quedaba algo adentro de ella.

La puerta de dos aguas la dejó pasar a la calle de un empujón. El calor del día seguía fraguado en la banqueta. Corrió por la avenida con rumbo fijo. Un lugar conocido, cercano, propio. Sabía a dónde quería llegar y no estaba tan cerca de ahí, pero sólo entonces estaría a salvo de todo. Ya no quedan muchos de esos lugares en el mundo. Le dolía el hombro de tanto cargar esa bolsa tan llena de cosas. Tantas que entre ellas incluso había una lista de una cuartilla de extensión enumerando las cosas que allí había. Billetera. Estuche. Cuaderno. Bloc de Post-its. Teatro completo de Chéjov. Pasaporte. Cigarrera. Cepillo de dientes. Inhalador. Etcétera. Como para acabar en algún aeropuerto, como para escapar si se atreviera.

Se atrevía.

Ya veía la meta a un par de cuadras. El miedo se disipaba de su piel, de su ropa, se evaporaba para reunirse con la bruma que cubría la posibilidad de mañana. Su antigua escuela remataba el callejón. Ya estoy aquí. No sola. No solía pedirle favores a los edificios, pero ese lugar siempre había sido generoso con ella. La calle estaba vacía. Ya no sentía el dolor en los pies. Dejó caer la bolsa al suelo antes de aflojar las piernas. Quedó tendida en la banqueta y apretó los puños para no llorar, los ojos. El viento sopló de tal manera que podía llevarla hasta la tierra de Oz. Las hojas secas caían de los árboles estructurando la melodía de una cascada, un río profundo. Mañana compraría un boleto de avión y se iría lejos.

Y entonces comenzó a llover.

lunes, 21 de abril de 2008

Acerca de Camino

Encontré este texto rascando en mi archivo.
Cuando lo escribí, yo no sabía que esa era yo. Me sorprendí, de hecho. Mi capacidad de autocensura lo reconoció como algo un poco extraño, mi desatendida intuición me dijo que había algo especial en él, una señal. Por supuesto no le hice caso.
De todas formas, desde que Camino salió de algo que por cobarde yo llamé Nada, tiene algo, me atrae de manera sutil. Ayer Camino vino y me pegó con un tubo por la nuca. Quedé inconsiente y quise compartirlo.

Camino

Una pareja joven se sienta en la parte de adelante del camión. Tuvieron una pelea.
Él, de traje gris, de luz color gris de cuya niebla sólo se salvan sus brillantes ojos, espejitos cristalinos que guardan muchas lágrimas o un poquito de esperanza venidera. Reflejan el suelo sucio la cabeza gacha. Ella completamente fina. Que esconde sus manos entre los muslos. Lo aleja de sí con el codo. No quiere que la moleste más.
El camión avanza, pesado, vaivén. Ella se quita el pelo de la cara y se lo peina usando los dedos. Apoya la frente en la ventana. Mira hacia afuera. Hacia adentro.
Él duda con los ojos. Pone las manos sobre las propias piernas como si quisiera abrazarla pero no se permite hacerlo. Cómo la quiere. Es como un perro. Sus ojos dicen perdón. Sencillo. Él quisiera no haber hecho nada malo.
Ella es más compleja. Él no se pregunta lo que ella. Él no tiene miedo de sí mismo. No lo va a abrazar. Es firme y necia pero no lo sabe, ella piensa que es mala.
La tarde de verano se mete entre los ojos. Se convierte en estorbo, en arena, en migraña.
La crocante música del andar del camión se escucha partiendo el silencio que de todas formas parece irrompible. La línea imaginaria que trazaron en el asiento crece y se hace viscosa, estéril, impotente.
Ella mira hacia afuera. Él busca que los espejos atrapen la imagen de su sonrisa, pero ella no voltea. Ni sonríe.
El camión, con esfuerzo de inválido libra los topes de la avenida.
Los jóvenes se encierran. Se licúan con la torpeza, con la apatía.
La felicidad se filtra por telas, tapizados, metales, asfaltos. Se cierra con las manos. Se escapa por los ojos.
***