miércoles, 30 de enero de 2008

El buen carnívoro

Las palabras a pocos les importan tanto como a un alumno de creación literaria. En las aulas, las tareas, las impresiones de mis compañeros, las lecturas, muchas veces he sido testigo de afirmaciones con tal poder que me interpelan, me importan, modifican mi postura ante las cosas o bautizan algo que aún no tenía nombre en mi laico desorden teórico-mental. El coautor del complot, el aparentemente inofensivo maestro de narrativa latinoamericana que recomendó la lectura de Roberto Arlt, resultó ser un apremiante apaleador de estupidez y de inocencia.
Cuando yo era chica tenía un libro en el que Beto y Enrique perdían su patito de hule y no podían encontrarlo porque tenían su casa hecha un desmadre, llena de mugre. Así que se veían en la necesidad de hacer una limpieza profunda. Sacaban cantidades de basura, cacharros viejos, trapo en mano, escoba, Windex multiusos. El tapete que adornaba el comedor estaba especialmente sucio. Recuerdo con claridad las diferentes viñetas en las que los enclenques personajes movían los muebles, enrollaban la alfombra, la arrastraban hasta el patio trasero, la tendían de la cuerda de secar la ropa y la desempolvaban a fuertes saques con raqueta de tenis.
Bueno, mi maestro de narrativa latinoamericana con su raqueta de Los siete locos y Los lanzallamas, como un Betoyenrique nada enclenque, me hizo sentir como aquel tapete. Digamos que, citando a mi compañero Fernando, me dio una buena poetiza (Para los que no están familiarizados con el término, una poetiza es la putiza que recibe un poeta).
La determinación de este hombrecito y la efectividad del arma que usó en mi contra, me sacudieron toda. Quedé como trapo viejo, aunque rejuvenecido. Ya nunca volverá a ser lo mismo: mi manera de enfrentar una novela se ha vuelto mucho más de carnicería.
El buen carnívoro como yo, aunque a veces acabe comiendo un paquete de hamburguesa de pollo por economía o falta de convicción (Sí, leí El Código Da Vinci y la saga completa de Artemis Fowl) tiene la seguridad que a la hora que un buen asador pone a la mesa la media res a las brasas, ASADO DE TIRA, VACÍO, ENTRAÑA, NANA, OJO, MOLLEJAS, CHINCHULINES, TUÉTANO, MORCILLA, hay que entrarle a todo. Cada parte sabe distinto, todas saben delicioso.
Además, hija de científicos, yo pregunto ¡Ay del pobre que se siente al banquete al lado mío! Éstas son las glándulas salivales ¿Verdad papá? Arteria inguinal. Aurícula izquierda. Membrana ósea. Así de puerca. Ansia de carne, de anatomía comparada. Escudriñar todo lo que vaya a entrar a la boca y saborear cada parte. Los perros me odian porque no dejo ni un hueso digno de raer.
Es la honestidad la que aprendí a porrazos en el patio de Beto y Enrique. Ya no soy la misma. Así, con disposición de parrilla libre, hay que abordar una novela de a de veras, primero como lector, luego como autor.

jueves, 24 de enero de 2008

Reflexión abisal

Acabé de leer Los Siete Locos de Roberto Arlt. Cuando era adolescente leí El Juguete Rabioso y estuve obsesionada con ese texto los dos años siguientes. Supongo que este es el inicio de un nuevo camino de reflexiones en torno a varias cosas que me importan, hoy más que nunca, y que al parecer a Roberto Arlt le concernían tanto que dedicó su obra a ellas.
Mi maestro de narrativa contemporánea al que no conozco casi nada, puso Los Siete Locos de tarea para esta tarde. Para la próxima semana, la Trilogía Sucia de la Havana, de Pedro Juan Gutiérrez. Como si él sí me conociera, el maestro dijo algo en clase que no pasó desapercibido.- Un buen novelista necesita tener una cosmogonía clara. Tiene que poder afirmar esto o el otro acerca de la vida, del universo, de dios si cree que lo hay-. Aunque he pasado los últimos dos años y medio estudiando los distintos instrumentos con los que cuentan los escritores para la creación de un drama, específicamente la novela en este caso, me doy cuenta que a Roberto Arlt y a Pedro Juan Gutiérrez esos conocimientos les valían de casi nada, si es que contaban con ellos, cosa que no sé. Pero me atrevo a creer que en el momento que escribieron las dos novelas de las que hablo, no los necesitaron. Hay un brío en ellos, casi animal o tan elevadamente humano como el de otros virtuosos que pudiera mencionar. Como escuchar la música de Bach. Esa certeza de que hay una parte del arte, la que verdaderamente importa, que se hace jugándose la vida, apostándole absolutamente todo; la cordura, la integridad, la vida cotidiana.
Me queda nada más que mirar con atención, cómo es que se logra ese milagro. Que de alguna forma creo que sólo cobra semejante vida cuando hay alguien que observa, que lee, que escucha. Cuando fui a Roma vi un millón de cosas increíbles, pero El Moisés me hizo llorar. Quise saltar el sencillo barandal de madera que lo separaba de mí, correr a sentarme en sus piernas, a meter los dedos entre los rizos de sus barbas, a acariciarle los pies, a decirle que me perdonara por ser tan cobarde, por desear tan poca cosa, por que mi obra no infunde a nadie la necesidad de sentarse en sus piernas ni habrá leyendas en las que aparezco yo dándoles cincelazos pidiéndoles que hablen, porque es evidente que no van a hablar nunca.
Bach y Miguel Ángel no son, dirán algunos, Arlt ni Gutiérrez. Sí lo son, al menos para mí. Lo son en cuanto su obra me empala como se le clava una estaca a un vampiro y antes de que muera ocurre algo bello. Ese instante en el que me libero de mis lastres para sentir el dolor que conlleva a la conciencia de la vida, que es sólo un momento, que después termina. Termina porque deja de tener sentido, ya no hay nadie a quien escuchar decir que lo tiene, quedo yo sola sin poder contarle a nadie lo que he descubierto, y la luz que ese acto de magia echó sobre mi vida es efímera y se va atenuando, y el espacio queda en penumbra otra vez y muero o quedo viva en la oscuridad absoluta. Como el ecosistema de una anémona descompuesta, en el que la única luz posible está en sus adentros y no puede, no sabe, cómo hacerse encender.
Leyendo hambienta, mirando, escuchando. Sólo digiriendo un montón de alimento chatarra para el alma encuentro de vez en cuando un plato digno de degustarse. No conozco la forma de vivir en ese estado permanente. Tal vez no tiene siquiera chiste y si me acostumbrara a lo maravilloso dejaría de serlo. No lo sé. Sé que no sé nada y entre todo ese vacío dos cosas: que hay pocos cuya luz alcanza para iluminar su entorno, incluso después de su muerte y que adentro mío no hay tal luz.
Algún día, anémona vieja, que descubras cómo se hace para brillar, sólo entonces podrás ver las facciones de tu mundo y escribir acaso un epígrafe donde la vida importe de veras.

martes, 22 de enero de 2008

Roberto Arlt déjame sola o escucha mis plegarias

Estoy leyendo Los Siete Locos. Creo que estoy mal de la cabeza. Roberto tabién tenía problemas mentales, pero por lo menos era buen novelista. Déjame en paz Roberto Arlt. ¿Cómo se atreve un muerto a rascar así entre las profundidades del alma de alguien que no conoce? Ojalá y algún día pueda vengarme y los libros que yo escriba, después de mi muerte ahoguen estudiantes erráticos entre la salud y la nostalgia.
Yo creía que quedaba algo de niña bien en mí. Éste fue mi duelo. Ojalá me estés escuchando Roberto. Ojalá ésto sea lom que querías. Qué a gusto estar muerto como tú. La cosa es que no disfrutaría de mentarte la madre. Te agradezco por la catarsis. A todos los interventores de este monólogo con el difunto, lean Los Siete Locos o retuérzanse de la curiosidad.
La breve siesta que nos permite la certeza de la locura sirve de vez en cuando ante lo pútrido alrededor, los que no sienten nada, los que no se apasionan. Maestro Arlt... contágiame aunque se3a un poquito. Te lo suplico. AMÉN

martes, 15 de enero de 2008

El cenicero en pedazos o cómo descubrí el justo valor de mil y uno

Anoche rompí un cenicero de vidrio soplado. Ya saben, hay veces que uno rompe algo y puede ver cómo es que va cayendo, dando giros en el aire, despacio, hasta que

¡PAS!

(Entiéndase como los del hombre araña)

En un instante había siete metros cuadrados llenos de ínfimos fragmentos de vidrio y la cocina era un caos violento y cortante.
Poner de nuevo el espacio en un estado de por lo menos aparente orden, y de seguridad para los futuros sonámbulos en busca de un vaso con agua o para mi cachorro de sensibles cojinetes, me llevó más de una hora.
Me di cuenta de lo desestimado que ha llegado a ser el número mil. Yo soy generalmente exagerada y mando mil besos a las personas antes de colgar el teléfono. Para la mayoría de ellas, pensándolo bien, es otorgarles demasiado cariño.
Hay por ahí una expresión que jamás me he atrevido a usar porque el álgebra no ha sido uno de los lenguajes que domine; El fresísima.- ¡Te quiero mil!-
¿Qué significa eso? ¿Mil qués? ¿Cómo mil? ¿Comparado con qué o con quién? Entonces el querer a alguien se convierte en un valor algebraico, en una incógnita que bien podría ser X, que cuando antecede a un número significa que X se está multiplicando, y que al realizar la operación X1000 el resultado es igual a algo estúpido y abstracto que yo creo que no se debe parecer en nada a la cantidad de aprecio que se puede llegar a tener por alguien. Es por eso que para los de mente concreta, te quiero mil carece absolutamente de sentido, se vuelve una expresión muy poco creíble y la persona que lo enuncia se vuelve un sujeto sospechoso se no querernos en realidad.
Así que eran un chingo los pedacitos de cenincero, reducidos a partículas de vidrio, que quedaron en el suelo. Me acordé de cuando la gente dice que algo se rompe en mil pedazos. Suena a mucho “mil pedazos” para algunos objetos. Por ejemplo decir que un corazón que se rompe en mil pedazos no es muy atinado, aparte de que es un lugarsazo común. Se podría desgarrar, ya que es lo que le correspondería a un músculo, y los desgarres, en la mayoría de los casos, no generan pedazos de músculo repartidos por ahí. Además que mil en este caso, de nuevo se vuelve muchísimo más de lo necesario para expresar el dolor profundo que se quiere ejemplificar. Bastaría con un preinfarto o bien uno de esos novios de prepa que te dejan porque no eres tú, es él, para sentir verdaderamente horrible en el corazón, física o metafísicamente hablando.
Entonces, volviendo a la cocina, mil pedazos era muy poco. No soy buena para calcular multitudes, pero capaz que unos siete millones de vidriecitos cubrían el piso como si se tratara de una filosa milanesa gigante. Barrí como seis veces. Entre más vueltas daba, más pulverizaba aquel tapiz y cuando parecía que ya no quedaba nada, mi sexto sentido me dijo que mirara a contraluz. Era atemorizante.
No he mencionado que padezco de una grave enfermedad. Una vez estaba en el río y un grano de arena me entró al ojo. Un granito prácticamente invisible. Lo tuve ahí como cuatro o cinco días, hasta que regresé a la cuidad y el oculista me lo sacó. No les puedo explicar lo doloroso que fue. Ardía como si me apagaran una brasa en el ojo, me caían lágrimas que de tantas que eran ya no sabían a sal. No podía dormir, ni ver bien, ni estar al sol o a la sombra. Resultó que ese granito de arena me cortó la retina y estuve grave varios días. El doctor dijo que de no haberme atendido a tiempo hubiera podido perder la vista en el ojo derecho. Desde entonces sufro de cristalpedacitofobia o algo así. Me pongo loca cuando pienso que una de esas cositas puede llegar a alojarse en una parte tan importante de mi cuerpo. Imagínenme entonces, casi convertida en Rainman ante la sensación de siete millones de vidriecitos con el potencial de acabar en uno de mis ojos.
En mi casa hay como una ley que considero de la era de piedra (caray que es uno burgués) que implica que el que rompe algo es absoluta y totalmente responsable de recoger el desorden. Así que mientras mi familia miraba la televisión sin más apuro que el de preguntar desde el sillón si estaba yo bien, a lo que contesté que sí sabiendo que mentía, tuve que cerrar la puerta de la cocina para proteger al Tamashi que no tardaba en venir a ver si lo que se había caído era comestible y a partir de ese momento yo y mi crisis quedamos encerradas en el panic room.
Ya dije que barrí seis o siete veces sólo para descubrir que los restos más amenazantes del accidente seguían ahí, así que me puse unos guantes de goma (no tengo unos gogles, por eso no me los puse) y trapeé, mirando de ladito todo el tiempo, tres veces más. Cuando exprimía el trapo y sentía los crujiditos de esas cosas malignas que seguían rompiéndose más y más, quería llorar. Hoy considero que realicé un acto heroico.
Pensando todavía en que sería bueno tener unos gogles en casa, terminé de recoger y se acabó el asunto. Cuando me fui a acostar seguía pensando en el preciso valor de mil. Ahora que lo pienso dos veces me doy cuenta de la ironía del suceso. Deja tú el susto y todo eso. La vulnerabilidad. El poder de UNO. Un solo granito de arena en la situación precisa, en el momento preciso y precisamente a mí. Una sola posibilidad de que entre las millones de partículas de polvo de vidrio, una de ellas libre el obstáculo de las pestañas, resista el flujo de las lágrimas a como de lugar y con un poco de suerte (para ella) me deje parcialmente ciega para toda la vida. Algo tan chiquito.
Finalmente aprendo una lección que en primera instancia parece tonta, de la edad de piedra a lo mejor, como yo misma dije. Y sin embargo así pasa y hay cosas que uno cree que comprende y en realidad no es así, hasta que un suceso que podría no tener ningún significado, cumple función de desenlace de una historia muy larga o vieja o muy absurda y uno se queda silencioso, asintiendo con la cabeza, tomando en cuenta que la próxima vez obrará distinto. Sin vaguedades ni aspavientos, en la vida, así como en la literatura, siempre hay que darle a las cosas el valor justo.

lunes, 14 de enero de 2008

Volviendo

Vuelvo a todas partes. A cambierme de casa, a la escuela, a firmar papeles en oficinas llenas de burócratas, a estar desempleada, a proponerme cosas y a hacer que sucedan.
Oy vuelvo a la escuela y vuelvo a escribir aquí. Te extrañaba blog. No tenía computadora. Es un caso cuando uno no tiene todo lo que necesita para desahogarse. Un poco ahora escribo por eso. No tengo nada tan interesante qué contarle a nadie, ni siquiera a mí solita, pero vaya que han pasado días en los que lo que más quería era escribir alguna parodia de lo terrible que había sido el trascurrir de esas veinticuatro horas. Absurdo, darkie, lleno de polvo, acompañado de escobas y meadas de un perrito encantador. EL pasar de os días llenos de actividades que ya de lejos parecen hallar un pequeño sentido, un punto de reunión con el resto de mi tragicomedia. Los grandes misterios son para no ser resueltos nunca. La filosofía persecutoria no me angustia tanto cuando puedo llevar a cabo, cumplir sueños, producir trabajo. Pero entonces no va tras de mi el cansado ser o no ser, sino qe aparece una pregunta nueva, menos importante, que no me asusta tanto pero me urge conocer la respuesta. ¿Quién seré cuando sea grande?
No quiero ser grande. Me importa ser y saber quién soy, cómo soy. No sé si me explico. No es una pregunta de esas que uno le hace a su mamá .- ¿Cómo era yo de chiquito mamá?- No. Más bien es un ciego pidiéndole a la persona que más ama que lo describa. No le importaría lo verde o lo pálido, casi no puede imaginárselo. Las cicatrices, los olores, las texturas, la sencilléz, el alma, los pechos. Todo eso en una masa que forma una sola cosa, que el otro la interpreta, la habla, el ciego la escucha, la siente, la reinterpreta. Sólo entonces se ve. Un poco desde afuera, como un viaje astral.
Se me entoja algo así. Necesito pasar a hacer un osote a un escenario vacío y que la´única persona que mire desde las butacas sea yo.
Creo que voy a empezar por ir comprar una cámara de fotos.
* Que no se me olvide volver.

jueves, 3 de enero de 2008

Crónica de año nuevo

Empezó el año. Parece necesario hablar de ello. Y es que en verdad, aunque la ciencia evolucione, aunque los que somos cabeza dura por un momento comprendamos que el tiempo no existe y que aún menos real es la manera con la que hemos escogido medirlo, eso rápidamente se nos olvida para volver a creer en el mito absurdo.
Pensar que un ochenta por ciento de los países del mundo utilizamos el mismo calendario y que ese mismo día somos miles de millones los que le atribuimos un fuerte sentido a ese momento en el que el que los relojes digitales se ponen en ceros y empiezan a contar los arbitrarios segundos de nuestro destino.
No hay nada como los rituales supersticiosos para confirmar lo mucho que nos importa. Faltaban cinco minutos para las doce cuando mi cuñada fue a la cocina y trajo veinte cacharritos con doce uvas para cada quien. Mi familia nueva celebra a lo grande, por lo que también se repartieron unas botellitas de champaña inividuales para todos los mayores de 18 años. Durante los sucesivos descorches ya era tanta la efusividad que yo me empecé a poner de simple (hace como cuatro años que recibo el año nuevo atacada de la risa). Para cuando estaban a punto de sonar las doce campanadas, la mitad de la familia estaba formada en el recibidor de la casa, equipados con maleta de rueditas que hay que hacer entrar y salir por la puerta tres veces para que el año nuevo traiga muchos viajes, Las uvas que hay que comerse (o embutirse) una tras otra al tiempo que suenan las doce campanadas y se pide un deseo, la botellita de champaña, que verdaderamente era nada más que un estorbo, un vaso con agua que hay que regar por el piso vuelto uno de espaldas para emular que no va a haber penas ni lágrimas en el futuro que se anuncia y un globo inflado con helio de cuyo listoncito pendía un pedazo de papel en el que cada quien había escrito sus deseos para enviarlos al cielo (que si llegara a haber mucho viento no se elevaría más allá del viaducto Tlalpan). Esta última representación era la que me parecía más relacionada con mi manera de ser y entonces media hora antes de todo el jaleo me había sentado muy parsimoniosa en la mesa del comedor, había sacado mi estuche de la escuela que siempre llevo en mi bolsa justo anticipando este tipo de ocasiones, y aunque los pedacitos de papel destinados a los deseos de cada quien estaban muy bien contados, mi cuñada me facilitó dos o tres más, con ese entendimiento que sólo se tiene entre los miembros de una familia y por medio del cuál ella supo de antemano que la aspirante a escritora merecía mucha más materia prima que el resto de los ejecutantes. El mensaje para el más allá, al que sí le eché ganas y no me parecía motivo de risa, llevaba consigo el auténtico deseo de la paz mundial, algunos remedos post socráticos región cuatro relacionados con la virtud humana (en especial la mía) y echando mano, no estoy muy segura si de la literatura barroca o de mi nulo conocimiento de la programación neurolinguística, todos y cada uno de los nombres de las personas que me acompañan en la vida, seguidos de una serie de sustantivos abstractos: abundante, bello, creativo, saludable. Y que todo eso llenara nuestras vidas. También escribí la palabra amor como quince veces (muchas de ellas pensando en sexo). Después me acometió la dura realidad y entonces pedí trabajo, pero en especial dinero, una musa de planta en la cocina de mi casa con un agudo sentido narrativo, paciencia y voluntad para honrar a mi tatarabuela que decía que sólo con esas dos cosas se llega al cielo, enfaticé mi deseo de que el dispositivo intrauterino me siguiera funcionando perfectamente en aras de no ser madre y que a dos o tres hijos de puta que conozco se los cargara la chingada. Para rematar deseé que la parte de mi familia afiliada al INSEN tenga varios años más de vida (porque vaya que le siguen sacando jugo) y volví a pedir salud para mi tía Nachi y mi suegra que batallan todos los días contra el cáncer de mamas y la diabetes, respectivamente. Terminé mi lista con un AMÉN así en mayúsculas, más por mi avidez romántico-latina que por el número de misas a las que he asistido en mi vida y luego escribí mi firma con tanta firmeza como en la solicitud de trabajo que había llenado para el DIF algunos días antes.
La enjundiosa fe que le puse al acto de soltar mi globo y verlo ascender a la estratosfera, hizo que el asunto de deglutir 12 uvas cual condones rellenos de cocaína perdiera todo posible sentido, aunque lo hice de todas maneras. Quedé debiendo lo de la maleta, más por la cantidad de tráfico que había en el recibidor que por falta de ganas. Lo del agua me pareció inútil ya que yo seguiré derramando lágrimas cargadas de ontología cada vez que puedo porque esa es mi naturaleza. Choqué mi homosexual botellita de champaña varias veces con todo el que se cruzó a mi paso y le propiné ocho millones de besos y abrazos a Julián, que por ser una ocasión festiva soportó mis altos niveles de ensimosidad mejor que nunca.
Ni en todas las pascuas, fiestas de quince, entierros teotihuacanos de la historia del hombre, se ha visto semejante cantidad de representaciones rituales a un mismo tiempo. Yo por supuesto, mientras hacía y miraba hacer, reía a carcajadas, que aunque podrían parecer irrespetuosas, por lo mismo del entendimiento familiar fueron bien recibidas y hasta resultaron contagiosas para algunos. No era que me estuviera burlando, sólo que ya se imaginarán que la escena era graciosísima. Creo que la risa era una especie de éxtasis dionisiaco, la catarsis que se espera que les suceda a los asistentes a un rito de esta envergadura.
Como a las tres de la mañana ya había dejado de reírme y Julián y yo partimos a la casa de mi compadre en la que se desempeñaba un ritual mucho más corriente y no por ello menos importante: emborracharse. Y ahí anduvimos emulando las festividades griegas, digamos chupando y neteando hasta mucho después de que saliera el sol. A la una y cuarto de la tarde del primero de enero del año en curso, nos despedimos del resto de la concurrencia que no se iba a ir a ningún lado por el simple hecho de que no podían manejar en aquel estado, y fuimos a cumplir con el compromiso de alimentar a las gatitas de mis padres, que estaban de vacaciones en Tequesquitengo. De ahí al Superama a echar en un carrito todo lo que se nos antojara y finalmente llegamos a la casa a comer hot dogs y a vegetalizar echados en el sillón de la sala, tapados con cobija y mirando una película de Bruce Willis en la tele y sin decirle a nadie, esperando que mi globo para entonces hubiera llegado a su destino.