domingo, 30 de diciembre de 2007

La sacerdotiza

Ayer tomé muchísimo más café que de costumbre. Me fuí a acostar a las dos de la mañana y, bostezando y todo, de todas formas no me pude dormir hasta no sé cuántas horas después. Pensaba muy seriamente que hoy iba a postear en mi blog nuevecito y con qué sería bueno seguir. El otro día escribí un ensayo que en el momento se me hizo muy adecuado y hoy que lo releí me dio un poco de vergüenza. Pensaba anoche con qué tipo de textos sería prudente llenar este fantástico espacio que tanto esperé para tener. Dice mi querido maestro Guillermo Vega que a estas alturas uno sólo tendría que escribir lo suceptible a ser publicado. Digamos que no se puede andar uno con tarugadas. Junté mis "mejores cuentos" con la esperanza de sumar las mínimo sesenta cuartillas para participar en el concurso Jorge Volpi. Sumaban dieciséis cuartillas. Válgame la depresión que me agarré. Por ello es que la verdad no me puedo conflictuar mucho con qué es lo que va a aparecer en este espacio de aeropuertos y otros duelos. Acerca de esos dos objetos literarios tengo bastante que contar y por eso es que los elegí como título.
Hoy, por ejemplo, vine desde temprano a casa de mis padres, que se fueron con el resto de mi familia putativa a Tequesquitengo a pasar el fin de año. Me encargaron que alimentara a sus gatas y decidí aprovechar para conectarme a internet. Estoy aquí sentada en el que fuera mi propio comedor nublado pero con olor a hogar, tomando mate amargo com si quisiera revivir mis semestres de adolescencia en Córdoba, Argentina, fumando cigarros porque hay una parte de mi que no piensa dejar de ser al menos adicta a algo, esperando a que algún amigo austral se conecte al messenger y aunque eso suceda, conservo la certeza de que no servirá de mucho.
Mi vida no deja de asombrarme. Cuando tenía nueve años me hice amiga de una mujer casi viejita que fungió como mi abuela durante el resto de su vida. Indra Irene Sagaón, una especie de hada demiúrgica, era tarotista. Yo pasaba las horas sentada en la mecedora de la sala de su pequeño departamento, leyendo a Dante sin querer y mirando a los colibríes que venían al balcón a beber agua con granadina, mientras ella recibía a las personas que llegaban ahí para averiguar su destino, entender su presente o desentrañar la maraña del camino ya andado. A veces las lecturas tardaban más de tres horas. Cualquiera salía de esa casa con los ojos llorosos, con un puñado de hojas de cuadreno llenas de apuntes trascendentales, con una sonrisa sugerida en los ojos.
Todos los grandes ya habían ido a que Indra les dijera sus verdades: mi madre, mi hermana Caro, mi tía, todos mis compañeros del teatro. ¿Y yo por qué no puedo ir a que Indra me lea las cartas mamá? Estás muy chiquita Luci. Hay cosas que no entenderías.
Piqué la llaga hasta que no dio más. Indra declaró que si yo así lo quería, a ella le daría gusto hacerlo. Así que un día llegué con mi diario bajo el brazo, portando todos los amuletos posibles, respirando hondo y lista para escuchar lo que el universo me tenía preparado. Indra y yo pasamos cuatro horas metidas en esa salita pintada de color celeste. Una pirámide de no sé cuántas cartas cubría la mesa, la encabezaba un arcano misterioso que significaba el desenlace y fin de la lectura. Hacia abajo, cada escalón estaba formado por cartas en números nones. Cada una resguardaba las futuras palabras de Indra.
Lo que fue dicho ese día no está del todo en mi recuerdo. Conservo datos inciertos y frases breves que no tienen mucho importancia. Lo que sucedió fue que mi vida cambió por completo. Presencié un auténtico acto de magia enorme. En la punta de la pirámide estaba el arcano de La sacerdotiza. No sé a bien qué es lo que en realidad represente. Cuando yo la vi sentí como si la belleza de la Victoria de Samotracia se combinara con las palabras de Aristóteles y esa deidad híbrida me dijera al oído que cómo vale la pena estar vivos.
Desde entonces las cosas terribles y los momentos más hermosos han sucedido y cada día parece como destapar cartas cargadas de sueños y inquietudes con la promesa de averiguar su naturaleza de una u otra manera.
Finalmente no le veo otro objeto a este espacio más que el de resaltar la magia del mundo. Brilla por sí misma. Sólo es cuestión de mirar con atención.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Primer post

Me muero de la emocion. Me desespera un poco que la computadora de mi hermana no tenga acentos. Queria empezar esto con el pie derecho. Supongo que es un aviso. No todas las cosas llegan como esperabamos que fueran. Espere a tener este blog al menos un año. No estaba segura. Tenia miedo, verguenza. Me ganaba la humildad o la imbecilidad. Pensaba que otros tenian el derecho de hacer publica su obra y a lo mejor yo no. 
Pero por fin me anime. Es increible adquirir una nueva responsabilidad. A mi, como soy bien ñoña, me encantan esas cosas. Desde ahora tengo que llenar este espacio periodicamente. Tendre mas cuidado que siempre, porque ahora existe la posibilidad de ser leida por alguien que no conozco. Con los cuates uno siempre tiene prestaciones. 
Estoy inmensamente feliz. Parece tonto. Cualquiera tiene un blog y eso es lo maravilloso de la primera vez. Para mi no es cualquier cosa. Siento como si estuviera dando el primer paso importante de un monton de cosas que espero alcanzar en mi vida. Dirian algunos.- ¡Solo es un blog tonta! ¡Ah! para mi es mucho más que eso (ya encontré los acentos).
Bueno. La cosa es que yo empecé en esto del quehacer literario por culpa de un autor, culpable de que muchos hiciéramos lo mismo. No es nada original, pero cada historia inspiradora lo acerdita más. La primera novela que leí en mi vida fue La historia interminable de Michael Ende. Desde entonces empecé a leer su obra asiduamente. El siguiente texto significa un montón de cosas para mi. Es el verdadero provocador de una revolución interna que me guió directamente a tener la necesidad de escribir. He aquí un cuento maravilloso y le dedico el primer espacio de mi blog a Ende. Está de más decir que este texto tiene todos lo derechos reservados. Hagan click aquí: El pasillo de Borromeo Colmi